El ser humano es social por naturaleza, está hecho para vivir en comunidad. Por tanto, si la naturaleza inclina a vivir junto a otros, también empuja a sufrir en compañía. Los seres humanos se necesitan.
La forma de reaccionar ante el dolor es diferente en cada uno, en ella se plasma parte de la historia personal. Una historia que puede haber negado las emociones más incómodas, que puede haber sido ciega al sufrimiento. Una historia que no ponía palabras a lo incómodo o que identificaba la petición de ayuda con la incapacidad. En ese caso, la reacción al dolor será la negación, el aislamiento, el hermetismo.
Ese es uno de los grandes problemas en las relaciones humanas, la dificultad en expresar, en dejar al otro que entre en la parte más íntima, en comunicar y compartir para permitir un encuentro real. Quizá los hombres, por la herencia cultural de la masculinidad mal entendida, sean los más damnificados por esta anestesia emocional.
No obstante, hombres y mujeres pueden caer de la misma forma en evitar lo que proviene del corazón, en la negación del dolor, en el mirar hacia otro lado.
Sin embargo, hay historias que han dado luz al sufrimiento, que han validado toda emoción, que han permitido conectar con las propias limitaciones y han enseñado que pedir ayuda es un gesto de responsabilidad. Gracias a esta experiencia, la persona es capaz de buscar pilares en los que apoyarse, comunicarse, de generar espacios de intimidad, capaz de sufrir con paz y en compañía.
La gran diferencia reside entonces en el desarrollo de la inteligencia emocional. Así lo defiende la corriente pedagógica Montessori, la cual afirma que educar las emociones permite desarrollar una adecuada gestión emocional y relaciones personales más satisfactorias. Cierto es que los primeros años de vida son los más determinantes en el desarrollo afectivo, la familia es la primera escuela de emociones pero no la última. El adulto está a tiempo de crecer en este tipo de inteligencia.
Cómo potenciar la propia inteligencia emocional
Daniel Goleman, padre de la inteligencia emocional, la conceptualizó como la capacidad de conectar con las propias emociones y con las ajenas, de manejarlas, de establecer relaciones personales.
Para crecer en competencias emocionales es necesario comenzar trabajando el autoconocimiento. Esto consiste en conocer la propia personalidad, los patrones de relación, los miedos, los deseos más profundos, las experiencias más significativas, la historia de vida. Conocerse implica estar en silencio con uno mismo y escuchar lo que sucede en el interior, reflexionar. Ir poniendo palabras a esos aspectos permite tejer el concepto de uno mismo.
A su vez, la inteligencia emocional crece cuando se atiende al mundo del otro, cuando el oído se afina para escuchar, cuando se generan espacios de interés ante lo ajeno y se escucha con apertura. Entendiendo que toda persona puede aportar algo.
Otro axioma fundamental es la comunicación. Trabajar la famosa asertividad potencia la capacidad emocional. Asertividad entendida como el tipo de comunicación que es capaz de respetar a los demás y a uno mismo, que rompe con la pasividad y la sumisión, que se aleja del trato agresivo, que se basa en la claridad y el respeto.
Por último, para crecer en competencias emocionales es imprescindible dejarse conocer, compartir, pedir ayuda, dejarse aconsejar, contrastar opiniones.
Tratar el sufrimiento con naturalidad
Cuando la inteligencia emocional crece es posible conectar con uno mismo y con los demás, ya lo decía Daniel Goleman. Esta inteligencia permite acoger las emociones de la pareja, de los hijos, de los padres y compañeros, sin despreciarlas ni cuestionarlas, únicamente con el objetivo de acompañar. Si ser emocionalmente competentes facilita acoger el mundo emocional del otro, permitirá entonces acoger el sufrimiento ajeno en lugar de despreciarlo. Se hará posible abrazar la pérdida, el sufrimiento, el duelo, la muerte.
Si el dolor forma parte de la vida, tenemos la responsabilidad de acogerlo, de naturalizarlo, y esto es posible para las personas emocionalmente inteligentes. Las mismas que serán capaces de pedir ayuda y ofrecerla, respondiendo a una naturaleza que nos impulsa a sufrir juntos. La vida fértil, la vida con sentido, implica un encuentro real, en lo profundo. Un encuentro en el corazón.
Lucía Pérez Forriol. Psicóloga generalista sanitaria y fundadora de @cuentaseloalucia
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