Culpable por trabajar demasiado, por ser madre-maruja, por mirar más al móvil que a mis hijos, porque les consiento demasiado, por no haberle dado un hermanito, porque tenía que haberle llevado al médico antes… ¿Quién no se ha sentido culpable alguna vez?
Sobre todo si sigo pensando y además me acuerdo de que no le organicé la fiesta de cumpleaños como la de su amiga, y luego ese grandullón que se metió con él en el parque y no supe defenderle, porque le obligué a comerse los guisantes que le daban arcadas, porque es tímida y le cuesta hacer amigos, porque miente, porque está gordito, porque es miope como yo, porque ayer nos oyó discutir. El sentimiento de culpa nos embarga, en algunas ocasiones.
A los padres no todo nos sale bien. A veces, por causas ajenas a nuestra voluntad. Otras porque nos hemos equivocado. Las más, porque, sencillamente, no alcanzamos a todo. Aprender a gestionar los sentimientos de culpa que nos provocan determinadas situaciones es clave para nuestro bienestar y el de la familia en su conjunto. La clave radica en saber dónde están nuestros límites.
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Las emociones autoconscientes y el sentimiento de culpa
La culpa, junto con la vergüenza y el orgullo, forman lo que se denomina «emociones autoconscientes». Estas tres emociones, a diferencia de las emociones básicas (sorpresa, asco, miedo, alegría, tristeza e ira), tienen en común que implican una evaluación que la persona hace de su propio yo, bien positiva o negativa. Paradójicamente, aunque se denominen «emociones autoconscientes», en muchas ocasiones nos pasan desapercibidas y nos acompañan a lo largo de la vida como una mochila pesada en la espalda, como una carga a veces difícil de llevar.
Algunos autores las han denominado «emociones sociales» porque guardan una estrecha relación con las normas y valores de la cultura en la que la persona está inmersa. También porque en muchas ocasiones se producen en contextos interpersonales. La culpa también tiene este matiz social, ya que muchas veces nos sentimos culpables de lo que no hemos hecho, de no haber atendido a alguien suficientemente, de haber decepcionado a un ser querido, de haber perjudicado a otra persona, etc. Los pacientes describen la culpa como un peso, como una opresión o como un vacío. Un vacío que, ante los fracasos y problemas de los hijos, resulta quizás aún más doloroso.
Así, la culpa conlleva un juicio negativo sobre nuestras acciones o pensamientos. Y a veces termina por hacernos daño físico: tensiones, contracturas, dolores de cabeza, problemas de sueño, problemas de estómago, ansiedad… aunque el peor daño sin duda es el psicológico.Existe una culpa que denominamos «sana» que guarda relación con asumir de forma madura la responsabilidad de una falta que ‘realmente’ podíamos haber no cometido: «Acepto que no soy perfecto y que a veces cometo errores».
La culpa insana no es inútil
Tras experimentar el sentimiento de culpa y asumir la responsabilidad, surge la necesidad de reparar el daño que hemos causado. Y tendemos a involucrarnos en acciones que nos permiten, por ejemplo, obtener el perdón de otra persona y restaurar así las relaciones interpersonales.
Otras veces, nos anticipamos al sentimiento de culpa y evitamos actuar de un modo que no deseamos o que sería perjudicial para nosotros o para las personas que nos rodean. La culpa actuaría en este caso como un protector.
También existe una culpa «insana», que nos abruma y nos encierra en nosotros mismos, y que no nos permite tomar contacto con el daño que hemos causado al otro: «Me siento tan mal con mi propia culpa que no consigo ver tu dolor». Con mi culpa sufro, siento dolor, me castigo, y el hecho de cumplir un castigo de alguna forma alivia mi culpa. Un círculo muy peligroso que nos puede arrastrar, bloquearnos y dejarnos pegados a la culpa.
Esta culpa nace por no llegar al nivel de exigencia que me impusieron quizá en su día mis padres, o quienes por jerarquía se encuentran por encima de mí, o que simplemente yo me he impuesto, porque no me permito ser imperfecto. Pensemos si no somos más permisivos con los errores de los demás que con los nuestros propios.
Generalmente, el ideal de perfección al que aspiramos es demasiado elevado, aunque recurrimos a él porque nos da más tranquilidad pensar que podemos controlarlo todo, sentirnos omnipotentes, saber que si nos esforzamos podemos llegar. Sin embargo, la realidad nos dice que esa fórmula no siempre funciona. Y saber que gran parte de la vida está fuera de nuestro alcance da vértigo…
¿Qué podemos hacer con esa culpa insana, irracional e hiperexigente? ¡Cuidado! Culpa insana, pero no inútil. Quizás baste con pararnos a sentirla, atravesarla y encontrar debajo de ella la rabia de no poder ser felices con la frustración de no alcanzar nuestro ideal, la rabia de no dejarnos ser nosotros mismos. Después de todo, si le hacemos un hueco, quizás la culpa «insana» nos enseñe la lección de cómo aceptar nuestras limitaciones y darnos licencia para bajar un poco el listón.
Raquel Martín Lanas. Psicóloga Unidad de Diagnóstico y Terapia Familiar (UDITEF) Clínica Universidad de Navarra (Pamplona y Madrid)
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