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Sara Tarrés: «Las expectativas irreales influyen en la percepción de que mi hijo me cae mal»

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¿Un hijo nos puede caer mal? Por supuesto que sí y además no tenemos por qué ocultarlo ni avergonzarnos de ello, según manifiesta Sara Tarrés, una psicóloga infantojuvenil que hace un año escribió sobre este gran tabú en un medio digital y hoy Plataforma Actual lo ha convertido en su primer libro Mi hijo me cae mal. De los hijos ideales a los hijos reales y cómo aprender a convivir con ellos.

Más conocida por su blog Mamá Psicóloga Infantil, Sara Tarrés pretende ayudar todos aquellos padres que tienen vergüenza de pedir ayuda por el miedo al qué dirán, y no se enfrentan a romper este tabú emocional que puede desestabilizar no solo a ellos, sino también al resto de su familia.

Mi hijo me cae mal, ¿qué hago?

¿Qué expectativas suelen tener los padrs sobre sus hijos? ¿Cómo pueden influir estas expectativas en la percepción de que «mi hijo me cae mal»?
Las expectativas que tenemos sobre nuestros hijos (de manera más o menos consciente) a lo largo de nuestra vida son muchas, variadas y de diversa índole. Empezamos a tenerlas incluso antes de convertirnos en padres. Si nos detenemos a pensar, es más que probable que buena parte de nosotros hayamos fantaseado con nuestros hijos antes de poder tenerles entre nuestros brazos: imaginamos su cara, su sonrisa, su mirada… y a nosotros a su lado, jugando, riendo, viajando.
Por lo común, esperamos que sean felices: que tengan mejores oportunidades que las que hemos tenido nosotros, que saquen buenas notas, que se porten bien, que estén rodeados de buenos amigos, que sepan compartir, que sean responsables… Esperamos, deseamos, creemos y pensamos que nuestros hijos no se portarán mal, que nunca nos mentirán ni faltarán al respeto, que se esforzarán en sus estudios y que darán lo mejor de sí mismos en todo momento.
En otras ocasiones esperamos inconscientemente que se parezcan a nosotros, que les gusten las mismas aficiones o que sean ellos quienes cumplan con aquellos sueños que nosotros no hemos podido cumplir. Es decir, nos proyectamos en ellos y esperamos que a través de sus vidas nuestros anhelos y/o ambiciones se vean realizados, con el peligro que ello conlleva por lo poco probable que ello suceda y porque en el caso de que así fuera tal vez eso signifique anular su vida para que vivan la nuestra. Dicho esto, sabemos que las expectativas cuanto más alejadas de la realidad son mayor sensación de frustración, rabia, vergüenza, culpa… causan. Siendo, en muchos casos, el origen del desapego, decepción o sensación de rechazo que sienten los padres cuando sus expectativas no se ven cumplidas. De modo que, sí, estas expectativas irreales o poco alcanzables influyen en gran medida en la percepción de que «mi hijo me cae mal».

¿Cómo cambia la vida familiar a medida que los hijos crecen y se desarrollan, y de qué manera estos cambios pueden afectar la relación emocional entre padres e hijos?
La familia es un sistema dinámico que pasa por distintas etapas o ciclos desde la llegada del primer hijo hasta que se emancipan y ellos mismos crean su propio sistema familiar. El paso de una etapa a otra provoca ciertos desequilibrios en el sistema, una pérdida de hemostasis, que no siempre sabemos manejar. Inevitablemente, los hijos crecen y sus necesidades cambian, del mismo modo que cambia nuestro rol y el modo en el que debemos acompañarlos en su desarrollo, por lo que es fundamental adaptarse a las nuevas demandas para que cada uno de nosotros pueda avanzar de manera saludable.
Si los cambios de etapa son vividos como pérdidas y no se elabora bien el duelo es fácil quedarse enganchado en alguna de sus fases. Por ejemplo, en la negación, cuando seguimos tratando a nuestro hijo adolescente como si todavía fuera un niño pequeño, sobreprotegiéndole, impidiendo que salga con sus amigos, …
Esta etapa de la vida, la adolescencia, suele poner en crisis a toda la familia porque es la etapa donde los cambios físicos, emocionales y sociales son mayores. Aparecen más tensiones y más conflictos entre padres e hijos. El adolescente en su proceso de individualización busca su lugar en el mundo, su propia manera de hacer y pensar, cuestiona gran parte de todo aquello que le dicen sus padres y la relación se ve afectada negativamente en algunas familias.

¿Cómo se puede aprender a aceptar y apreciar a los hijos tal como son?

Aprender a aceptar y apreciar a los hijos tal y como son significa respetar su individualidad, su idiosincrasia, su esencia.

Es decir, ser conscientes de que no son una extensión de nuestro «yo», sino seres diferentes a nosotros, con sus gustos, preferencias, sueños y objetivos. Nuestra función como padres no es hacerles a nuestra imagen y semejanza sino acompañar, guiar y reconfortar cuando lo necesiten, a pesar de las muchas diferencias que podamos tener. Nuestra función es también tratar de ofrecer a nuestros hijos las mejores herramientas para que se conviertan en adultos funcionales, autónomos, independientes y responsables.
Para ello debemos desprendernos de esos hijos ideales forjados en nuestras mentes. Evitando proyectar en ellos esos sueños y anhelos de los que hablaba anteriormente. Ya que, en caso contrario siempre trataremos de convertirlos en aquellos que hemos imaginado en nuestras mentes impidiendo que se desarrollen de manera saludable. Ello no significa permitir que hagan lo que quieran ni dejar de corregir conductas disruptivas. Significa dejar de luchar para intentar, una y otra vez, cambiar a nuestro hijo para que se convierta en aquel que habíamos imaginado o queremos que sea.
Aprender a aceptar y apreciar a los hijos tal y como son implica escuchar desde el no juicio, dejar de compararles y etiquetarles.

¿Qué papel juega la comunicación abierta y la empatía en la construcción de relaciones más saludables entre padres e hijos, especialmente cuando surgen tensiones o conflictos?
La empatía y la comunicación abierta es crucial en la familia para forjar vínculos fuertes y saludables a la vez que nos permiten abordar los conflictos de un modo más constructivo.

Sin empatía todo es más difícil, la convivencia se erosiona lentamente.

Crea incomodidad. Nos sentimos incomprendidos e invisibles. Y con estas sensaciones en la mente y el cuerpo nos alejamos y poco a poco aprendemos a encerrarnos en nuestros caparazones.Sin la empatía del otro nos sentimos juzgados y sentenciados a cumplir con la condena de los reproches, las regañinas, los sermones o los castigos, por poner algunos ejemplos comunes.
Es cierto que los padres, a veces estamos tan centrados en nuestras propias emociones, en nuestras ideas y creencias que nos resulta muy complicado salir de nuestro yo y ver más allá de nosotros mismos, por tanto, nos cuesta empatizar con nuestros hijos. Es preciso esforzarnos. Tomar consciencia, identificar nuestras emociones y ver de qué manera están afectando el modo en el que nos comunicamos: cuál es nuestro tono de voz, nuestros gestos, miradas, silencios… modificarlos en la medida que nos sea posible para evitar que empeoren la situación.

¿Qué hacer para que tanto los padres como los hijos se sientan valorados y respetados?
Amor, empatía, escucha activa, pero también límites y normas. Límites entendidos como aquellas franjas rojas que ninguno de nosotros debe traspasar porque garantizan nuestra integridad física, emocional y social. Y normas que nos ayuden a organizar nuestro día a día y nos permitan saber qué se espera de cada uno de nosotros.
Es importante que cada familia se tome su tiempo para pensar qué valores y principios educativos quiere transmitir a sus hijos y desde ahí establecer esa serie de normas básicas que les permita a todos y cada uno de sus miembros convivir con el mayor grado de bienestar.
Normas o reglas relativas a diferentes ámbitos: orden y limpieza, higiene personal, horarios, tareas domésticas y escolares… y junto a ellas tener pensar y consensuar cuando se posible el tipo de consecuencias que se deriven de su no cumplimiento.
Consecuencias lógicas, coherentes adaptadas a la edad y madurez de los hijos y aplicadas con consistencia, evitando el efecto veleta en el que tanas veces caemos los padres. Tratar de evitar los castigos y las amenazas, porque, aunque parezcan funcionar como forma de modificar un comportamiento negativo, las consecuencias que se derivan a corto, medio y largo plazo suelen comportar resentimiento, malestar y mucho sentimiento de culpa.

¿Existen estrategias específicas para lidiar con las diferencias de personalidad, intereses o valores entre padres e hijos?
Cada caso debe valorarse de manera individual pero en general se trata de poner énfasis en el respeto, la empatía, la escucha activa, y en la aceptación de nuestros hijos con sus gustos e intereses a pesar de que no sean iguales a los nuestros. Evitar las críticas, las etiquetas, los juicios y las comparaciones porque de otro modo lo único que conseguiremos es alejar cada vez más a nuestros hijos de nosotros.

¿Qué consejos prácticos puedes ofrecer a los padres que sienten que la relación con sus hijos no se ajusta a la imagen idealizada que tenían y buscan aprender a convivir de manera más armoniosa?
El primer paso es tomar consciencia de ese desfase entre el hijo ideal que tal vez se hayan formado en sus mentes y el hijo real con el que conviven. Una vez son conscientes de ello deben ir ajustando sus expectativas e intentar, poco a poco, colocar el foco en todo aquello que sus hijos hacen correctamente superando el sesgo de negatividad con el que nuestro cerebro funciona cuando está en modo automático. Algunas estrategias que suelen funcionar con la práctica es ir sustituyendo los castigos, los reproches, las amenazas por el refuerzo positivo, ofreciéndoles más elogios nutritivos y expresando nuestra gratitud cuando realizan aquello que les pedimos. Recordemos que a los niños lo que más les mueve, necesitan y buscan es nuestra atención aunque sea una atención negativa mediante su mal comportamiento, de modo que si lo que buscamos es aprender a convivir de manera más armoniosa nuestra atención deberá colocarse más en lo positivo y menos en lo negativo. En el libro propongo que los padres realicen una lista con toda una serie de conductas o comportamientos que les gustan de sus hijos, de todo aquello que ven como una fortaleza, con lo que disfrutan y que les acercan a ellos. Aunque de entrada les cueste, esta actividad permite ser más consciente de que sus hijos son más que los malos comportamientos que tanto les disgustan.

Otro de los ejercicios es darle la vuelta a esas etiquetas negativas que les han colocado y sustituirlas por otras en positivo.

¿Cómo afecta el autocuidado y la gestión del estrés de los padres a la calidad de la relación con sus hijos?
Sin duda, el estrés afecta de manera muy importante en la calidad de la relación de nuestros hijos, porque cuando estamos bajo la influencia del estrés estamos en modo de respuesta activa, o por decirlo de forma más coloquial, entramos en modo supervivencia. Estamos de peor humor, nos enfadamos fácilmente, estamos más tristes, preocupados, actuamos de manera reactiva, alzamos la voz más de lo que nos gustaría, perdemos la paciencia… Y, en este estado de alerta y activación de la rama simpática de nuestro sistema nervioso autónomo, la capacidad de ser empático se reduce al mínimo, por lo que el entendimiento con nuestros hijos se hace más difícil.
De ahí que sea tan importante el autocuidado, buscar pequeños espacios para uno mismo, para respirar. Porque sabemos que para cuidar de los demás debemos cuidar también de nosotros mismos. De no hacerlo es fácil caer en lo que conocemos como el síndrome del cuidador quemado, donde observamos diferentes síntomas entre ellos: cansancio, irritabilidad, cambios en los patrones de sueño y alimentación, pérdida de interés por actividades que antes nos gustaban, aislamiento, abuso de alcohol…

¿Cuál es la importancia de encontrar un equilibrio entre las demandas diarias y el tiempo de calidad en familia?
Considero que el concepto de tiempo de calidad en ocasiones se ha malinterpretado, e incluso pervertido, dado que en algunos casos se entiende como un tiempo en el que la familia debe hacer cosas extraordinarias, vivir experiencias inolvidables o ir de aquí para allá con sus hijos ofreciéndoles un sinfín de actividades supuestamente maravillosas.
Sin embargo, bajo mi criterio personal y profesional, el tiempo de calidad con nuestros hijos es aquel que facilita la conexión, donde lo único necesario es estar presentes y accesibles. El tiempo de calidad, lo podemos vivir cocinando, preparando la mesa, cenando juntos, yendo a la compra, viendo una película en el sofá… pero sin ruido mental, sin una llamada que atender, sin mensaje que contestar…
De todas maneras, lo que nuestros hijos necesitan es que estemos accesibles cuando nos necesitan más allá de la etiqueta que le coloquemos a ese tiempo.

¿De qué manera la aceptación de las individualidades de cada miembro de la familia contribuye a construir relaciones más sólidas y amorosas?
La aceptación del otro es fundamental, sin esta aceptación la relación se enturbia, se vive desde el malestar, porque siempre vamos a tratar de modificar algo en el otro, siempre veremos algún defecto que nos molestará. Y bajo esta sombra es difícil construir una relación sólida y amorosa porque los hijos tienen la sensación de no estar nunca a la altura de nuestras expectativas y nosotros la sensación de que estamos fallando en algo.

Cuando no se acepta la individualidad de nuestros hijos les estamos, de algún modo u otro, faltando al respeto.

Junto a esta falta de respeto hacia su forma de ser y hacer, hacia sus gustos, sus preferencias o sus ilusiones sembramos las semillas de la baja autoestima, un pobre autoconcepto, y falta de autoconfianza por lo que, tal vez, les resultará complicado también aprender a aceptarse a ellos mismos en un futuro.
Dicho esto, recordemos también el efecto bumerán de nuestras emociones y acciones. Si no respetamos es difícil que ellos nos respeten.

¿Existen recursos o enfoques terapéuticos para que los padres puedas obtener apoyo y orientación en el proceso de aprender a convivir con sus hijos tal como son?
Cuando la convivencia en la familia se vuelve difícil y no vemos forma de solucionar los conflictos por nosotros mismos – porque caemos en ellos una y otra vez y, en lugar de salir fortalecidos, nos desgastamos y lastimamos – mi recomendación es acudir en busca de ayuda profesional externa, experta y especializada. La terapia familiar sistémica es, bajo mi punto de vista, el mejor enfoque desde el que obtener ese apoyo y orientación.
Sin embargo, no es necesario llegar al límite para buscar ese soporte, podemos ser más proactivos. Un buen modo de hacerlo es inscribirnos en alguna de las múltiples escuelas de padres en las que se imparten cursos y talleres, tanto de manera online como presencial, para: recibir información sobre diferentes aspectos relativos al desarrollo infantil y juvenil, obtener asesoramiento y orientación respecto a cómo prevenir y abordar posibles dificultades en la crianza y educación de nuestros hijos.

Marisol Nuevo Espín

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