«Los padres queremos tanto a nuestros hijos que no los podemos educar; por eso los llevamos al colegio para que sean otros los que lo hagan por nosotros.»
Estas palabras se las escuchamos recientemente al ponente de una conferencia que trataba sobre la felicidad. Aunque fue una digresión autobiográfica y anecdótica, traída a cuento por una pregunta de alguien del público, la defendió y justificó como si fuera una tesis principal. Y así lo creía él.
El amor que sienten los padres por sus hijos, explicó, es tan grande que les impide educarlos: para que una madre o un padre exija a su hijo, le ponga límites, le castigue, le diga que «no» o simplemente le corrija, tiene que hacer violencia al natural amor que le une a él. «Por eso -continuó- los llevamos al colegio, donde nos los educan, les exigen, les ponen límites, les castigan, les dicen que «no» y les corrigen, cosas que no podemos hacer nosotros, justamente por ser sus padres».
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