La primera jornada de Liga siempre ha tenido un sentido especial: no porque sea más interesante, más disputada, más decisiva, sino porque con ella se inicia la vuelta a la normalidad.
Siempre el fútbol ha marcado el comienzo de la cadencia cotidiana de nuestras vidas. Representa, en cierto modo, la vuelta a la vida diaria, a los hábitos domésticos, al curso monótono de los meses de trabajo. Significa, como septiembre, el inicio del curso normal, que poco a poco va colocándonos en los raíles de nuestra existencia. Después vendrá la «vuelta al cole», el otoño y, más adelante, el cambio de hora, que nos meterán definitivamente en la órbita de la cotidianidad. En este regreso al ritmo normal, el fútbol ha sido y es un elemento indispensable.
Tras el verano, el fútbol va marcando el ritmo de nuestras vidas, el paso de las semanas (las vacaciones se dividen en días, el tiempo laboral en semanas), va intercalando cada siete días lo extraordinario en lo ordinario y, de esta forma, el calendario futbolístico se convierte en la guía de nuestro tiempo.
El ser humano, como el fútbol, no puede vivir sin la cotidianidad (el fútbol sin la Liga). Esto no significa que lo extraordinario no sea necesario, pero no sería posible sin el referente de lo ordinario: necesitamos volver continuamente a la normalidad, a un centro que nos aporte paz y serenidad. La vida real se manifiesta en lo cotidiano y en el día a día encuentra su cadencia adecuada y su ritmo propio.
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