El trauma no sólo es el resultado de hechos catastróficos, como el abuso, la violencia, la muerte de un ser querido o un desastre natural, sino que también puede darse a partir de incidentes del día a día, que a menudo minimizamos, como procedimientos médicos, caídas, accidentes menores, divorcios, etc.
El trauma, tal y como lo define el Dr. Bessel van der Kolk, psiquiatra y experto en trauma, es todo suceso que abruma el sistema nervioso central alterando la manera en la que procesamos y recordamos las memorias: «el trauma no es una historia que sucedió en el pasado, es la huella de ese dolor, miedo o terror que sigue viviendo dentro de la persona». Así pues, tiene sentido que, para los niños más pequeños, sucesos no tan dañinos (a ojos de los adultos) pueden dejar un impacto traumático.
Por este motivo, se dice que el trauma no está tanto en el suceso sino en sus secuelas en el cuerpo, que siguen tratando de resolverse, de manera involuntaria, sin palabras, con reacciones del sistema nervioso que solemos no comprender a la primera.
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3 ejemplos de traumas infantiles en la vida real
Estos tres ejemplos de la vida real de niños, que a menudo podríamos obviar y /o confundir con comportamientos como pataleta o manipulación, pueden servir para comprender mejor el alcance del trauma y sus consecuencias:
1. Lisa llora desesperadamente cada vez que la familia se prepara para subirse al coche.
2. Sarah llega puntualmente a su clase de segundo de Primaria todas las mañanas; constantemente hacia las 11 de la mañana, se encuentra en la enfermería quejándose de dolor de estómago, a pesar de que no se ha encontrado una razón médica para sus síntomas crónicos.
3. Los padres de Kevin, de tres años, están preocupados por su hiperactividad y por su manera de jugar sólo cuando se siente estresado. Se tumba en el suelo y tensa su cuerpo fingiendo que muere y que resucita mientras dice «¡Sálvame, sálvame!»
¿Qué tienen en común estos niños?
¿Cómo se originaron sus síntomas? Comenzaremos con Lisa. Cuando tenía tres años, viajaba sentada y atada en su silla de coche cuando a la furgoneta de la familia le pegaron por detrás. Ni ella ni su madre, quien conducía, sufrieron daños físicos. De hecho, el coche apenas se rayó, y se consideró el accidente como un «toque». El llanto de la pequeña Lisa no se asoció con el accidente, ya que fue una reacción tardía. Le tomó varias semanas antes de que se le pasara la insensibilidad producida por el impacto de la colisión. Sus síntomas iniciales (poco después del accidente) se trataban de un comportamiento silencioso junto con falta de apetito. Sus padres pensaron que lo había «superado» cuando su apetito regresó. En vez de esto, sus síntomas se transformaron en lágrimas de miedo cuando se acercaba a la furgoneta de la familia.
La siguiente pequeña es Sarah, quien se había sentido muy emocionada por empezar segundo de Primaria. Después de ir de compras para elegir ropa nueva para la escuela, se le dijo, abrupta e inesperadamente, que sus padres se iban a divorciar y que su padre se mudaría de la casa ¡en dos semanas! Su alegría por ir a la escuela se emparejó con el pánico y la tristeza. La emoción en su barriga se convirtió en una sensación de nudos apretados. ¡No es de extrañar que fuera la visitante más frecuente de la enfermería!
El último es Kevin. Había nacido por medio de una cesárea de emergencia y le operaron para salvarle la vida en las primeras veinticuatro horas de su nacimiento. Nació con anomalías que requerían una reparación intestinal y rectal inmediata. A menudo, los procedimientos médicos y quirúrgicos son necesarios y en efecto hacen que la vida sea posible. Entre el alivio y la celebración de una vida salvada, resulta fácil pasar por alto la realidad de que estos mismos procedimientos pueden infligir un trauma que puede dejar efectos emocionales y conductuales mucho después de que las heridas quirúrgicas hayan sanado.
A pesar de que los hechos vividos por estos niños son muy diferentes lo que tienen en común es que todos ellos experimentaron sentimientos abrumadores e impotencia. El trauma es la antítesis del empoderamiento. La vulnerabilidad al trauma es diferente en cada niño y depende de diversos de factores, especialmente la edad, la calidad de una vinculación afectiva temprana, del historial de trauma y de la predisposición genética.
Cuanto más pequeño sea el niño, más probable será que se abrume con hechos comunes que podrían no afectar a un niño mayor o a un adulto. Podemos entonces derrumbar el mito de que los bebés y los niños son «demasiado pequeños para verse afectados» por sucesos adversos y que «no importa porque no lo recordarán» a medida que aprendemos que los bebés en el útero, los recién nacidos y los niños muy pequeños son los que corren un mayor riesgo de sufrir estrés y trauma debido al poco desarrollo de sus sistemas nervioso y motriz.
Reconocer los síntomas de un trauma infantil
Los síntomas surgen cuando no hay suficiente tiempo, fuerza, rapidez o tamaño para vencer las fuerzas que están en nuestra contra. Fisiológicamente, sin importar nuestra edad, tamaño o forma, estamos programados para producir las hormonas y químicos que precipitan la energía y la actividad muscular que necesitamos para proteger y defendernos a nosotros mismos y a nuestros seres queridos.
Los síntomas iniciales de trauma son hiperactivación, constricción, disociación/bloqueo, e inmovilidad con parálisis/impotencia. Cuando estos síntomas iniciales se quedan sin resolver, surgen nuevos síntomas a través del tiempo. Si los síntomas traumáticos continúan, se tienden a formar patrones dominantes. Los patrones o los «grupos de síntomas» se agrupan en las siguientes tablas por cuestiones de simplicidad:
Cuando predomina la hiperactivación, estos síntomas pueden aparecer con el paso del tiempo:
– Ataques de pánico, ansiedad y fobias
– Recuerdos recurrentes
– Una respuesta de sobresalto exagerada
– Una sensibilidad extrema a la luz y el sonido
– Hiperactividad, inquietud
– Una respuesta emocional exagerada
– Pesadillas y terrores nocturnos
– Comportamiento de evitación y aferrarse
– Atracción a las situaciones peligrosas
– Llanto frecuente
– Cambios de humor bruscos, por ejemplo, reacciones de rabia
– Rabietas
– Comportamientos regresivos, como querer el biberón, chuparse el dedo, mojar la cama, usar menos vocabulario
– Un incremento de comportamientos «de riesgo»
Cuando predomina la disociación, estos síntomas pueden aparecer con el paso del tiempo:
– Facilidad de distracción y desatención
– Amnesia y falta de memoria
– Capacidad reducida para organizar y planear
– Sentimientos de aislamiento y desapego
– Respuestas emocionales débiles o reducidas, por lo que resulta difícil intimar con otros
– Estresarse fácil y frecuentemente
– Soñar despierto de manera frecuente y miedo a volverse loco
– Sufrir de una energía baja y fatigarse con facilidad
– Timidez excesiva, pasar el tiempo en un mundo imaginario o con amigos imaginarios
Cuando predomina la constricción, la parálisis y la inmovilidad, pueden surgir estos síntomas:
– Dolores de cabeza y de estómago
– Colon irritable, asma, problemas digestivos
– Sentimientos y comportamientos de impotencia
– Mojar la cama y defecación involuntaria
– Sentimientos de vergüenza y culpa
– Comportamiento de evitación
– Juego repetitivo
– Curiosidad disminuida
– Capacidad para el placer disminuida
– Problemas posturales y de coordinación
– Energía baja/fatigarse fácilmente
– Aferramiento/regresión a comportamientos anteriores
Para descubrir si un comportamiento inhabitual es realmente una reacción traumática, intenta mencionar el episodio traumático y observa las respuestas. Puede ser que un niño traumatizado no quiera que se le recuerde el acontecimiento o, una vez recordado, puede alterarse o sentir temor y ser incapaz de hablar sobre él. Una reacción que no se dispersa fácilmente probablemente indica la necesidad de obtener ayuda de un profesional cualificado y con experiencia trabajando con niños.
Marta Sofía García. Editora en Editorial Eleftheria
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