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La grandeza de tener un corazón noble, ¿qué nos toca la fibra sensible?

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Asociamos los sentimientos con lo propio del corazón. Pero, ¿qué es el corazón? Se podría decir que es el centro neurálgico de cada persona. Lo más íntimo, personal e importante, que unifica experiencias y requiere armonía en su formación.

El mundo de la afectividad, con todas sus manifestaciones, pone la diversidad, pero luego hay que unificarlo e integrarlo en nuestra personalidad. Por eso es preciso cuidar el corazón, aprender a ponerlo en lo que de verdad vale la pena.

Forjar un corazón grande que pueda dar lo mejor de él; que pueda querer a los demás, muy en especial a esa persona que nos deslumbró con su belleza y cualidades singulares.

Un corazón noble enriquece la vida

Todo ello nos enriquece la vida, y nos hace más humanos, comprensivos y empáticos. Y siempre podemos estimular y fomentar los sentimientos más finos y nobles disfrutando de los que surgen ante todo lo bueno y bello que nos rodea, sobre todo de las personas. En concreto, en el trato con el ser querido, mostrando comprensión hacia él para acogerle y conectar. Con gratitud ante sus gestos y detalles de atención, elegancia y delicadeza para prestar una ayuda, sin que se note demasiado.

Esto es lo que nos modela un corazón empático y enamorado, y lo que transforma una vivienda fría en un hogar cálido, donde se está a gusto y siempre se tienen ganas de volver.

La vida es la gran oportunidad que se nos da para dilatar el propio corazón, para forjar un corazón donde quepan todos y acoger, muy en especial, a la persona querida. También para entregarle nuestro mejor «yo» y enriquecerle porque lo queremos infinito. La esencia del amor es la entrega personal, así como lo es el acoger a la otra persona.

Comprendiendo sus estados afectivos, cubriendo sus limitaciones con generosidad y sabiendo perdonar, o pedir perdón, para permitir un nuevo comienzo. Liberarnos de esas «ataduras» del rencor y la amargura, ser capaces de algo mejor.

Clasificación de los sentimientos

D. von Hildebrand refleja en su libro El corazón esta clasificación de los sentimientos:

– Físicos: basados en sensaciones.

– Psíquicos: ficticios, provocados por novelas, películas, música…

– Espirituales: respuestas reales de un corazón noble ante hechos que nos llegan al corazón.

Los primeros son más superficiales y banales y dependen de las condiciones fisiológicas del cuerpo. Son cambiantes y manipulables. Los del siguiente nivel, los psíquicos, se provocan por resortes internos producidos de forma artificial. Por ejemplo, mediante la música, las películas, las novelas… Sabemos que son actores, que es ficción, pero nos sentimos inmersos en sus estados emocionales. Y, a otro nivel, están los espirituales, que son respuestas reales de un corazón noble ante las circunstancias y personas que nos rodean.

Nos conmueve un gesto de una persona enferma que lucha por vivir y alegrar a los demás. O un gesto de cariño de nuestra propia pareja, cuando no se encuentra bien, pero se esfuerza por tener un detalle de delicadeza. Todo lo bueno nos conmueve desde lo más íntimo.

Es preciso no endurecer el corazón: aprender a amar, aunque en ocasiones nos haga sufrir. La alegría, muchas veces, tiene sus raíces el sacrificio gustoso por quienes amamos.

Es la base de la empatía y de la compasión, de los sentimientos nobles y profundos, que no dependen de receptores epidérmicos superficiales, sino de algo más valioso y consistente. Por eso, ver, querer, o hacer algo bueno, se acompaña de esos sentimientos pertinentes que nos ayudan a persistir en esa línea y todo ello nos mejora como personas. Por eso, cuando nos desentendemos un poco de los sentimientos más superficiales, somos capaces de albergar otros más elevados y profundos. Y son la fuente de la más rica afectividad. Nos dan energía, vitalidad y motivación alta para querer a los demás.

Los puntos de apoyo del amor

– Inteligencia, para conocer a la otra persona y para visualizar dónde queremos llegar.

– Voluntad, para concretarlo y hacerlo real.

Sentimientos y afectividad, porque el amor rebasa las dos anteriores. Hay que sentirlo y hay que disfrutar.

Sentimientos y felicidad

¿Y la felicidad? ¿Dónde buscarla? Sin duda, los sentimientos juegan un papel en la felicidad. Sin embargo, no son lo más nuclear, pese a lo que hoy se piensa. Cuando amamos de veras, nos sentimos dichosos. La felicidad, esencialmente, es un estado objetivo, real, del ser humano: la conquista progresiva de la plenitud en cuanto a persona.

Y ese crecimiento genera los sentimientos placenteros correspondientes. Un sentimiento generalizado, cuando el desarrollo es el de la persona en cuanto tal. Y esa plenitud la ‘notamos’ subjetivamente: es lo que nos hace sentir dichosos. Y ahí entran los sentimientos. Pero todo eso es consecuencia de la lucha progresiva por dar lo mejor de cada uno y, sobre todo, por amar. En concreto a la persona con la que nos comprometemos y entregamos nuestro cariño.

De modo que la felicidad es algo objetivo y real, consecuencia de la conquista progresiva de la plenitud personal, pero que notamos subjetivamente. Se despliega en sentimientos de dicha cuando amamos de veras, especialmente a la propia pareja. No se puede pretender, sin más, ser feliz: es el resultado de esa lucha personal.

Cuando actuamos bien, nos sentimos satisfechos, experimentamos agradablemente que hemos hecho algo bueno. Y ese ‘sentirnos bien’ nos anima a seguir en el camino justo y nos da una nueva fuerza a nuestras facultades, premitiéndonos obrar aún mejor. Experimentar la dicha de hacer feliz a la persona amada nos llena el alma y nos anima a seguir en esa línea. Y eso es lo que nos hace más felices.

Mª José Calvo. Médico de Familia. Fundadora de Optimistas Educando y Amando

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