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Gamificación, el peligro de la vida convertida en juego

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¿Y si hiciéramos que todo lo que cuesta esfuerzo fuera como un juego? ¿Nuestros hijos motivados aprenden mejor? ¿trabajan más? Pero, si hacemos que su vida parezca un juego, ¿qué pasará cuando lleguen al mundo real? El debate sobre la gamificación está servido.

El último remake de la célebre Jumanji quizá no pase a la historia como una de las grandes películas de Hollywood. Pero esconde algunas perlas interesantes que nos pueden ayudar a los padres a entender cómo el mundo de los videojuegos ha cambiado la mentalidad de nuestros hijos y en qué afecta esto a su día a día.

En un lance de la trama de aventuras, uno de los personajes plantea una inquietud de fondo: es fácil ser valiente cuando tienes muchas vidas, pero es muy difícil cuando solo te queda una. Parece una obviedad, pero en el mundo del videojuego, en el sistema gamificado (del inglés game, juego) de nuestros hijos, no pasa nada cuando las cosas van mal, cuando no han sabido hacer lo correcto. Aunque ‘mueran’ en la pantalla, siempre pueden volver a empezar. Y por poco que hagan, lograrán un montón de estrellas y puntos intercambiables por nuevas vidas, por superpoderes o por las armas más eficaces.

No hay que dramatizar. Nuestra generación también utilizó videojuegos y no ha sido grave. Si bien es cierto que, en aquella época, después del game over llegaba el insert coin, que era como el final obligado si los bolsillos ya estaban vacíos.

La gamificación aplicada a la pedagogía

Pero esta escena aislada sobre las vidas en los videojuegos nos permite comprender los pros y los contras de motivar a niños y adolescentes mediante técnicas similares a las que utiliza la industria del entretenimiento.

La idea de la gamificación aplicada a la pedagogía es doble. Por un lado, consiste en plantear la adquisición de conocimientos como un juego, es decir, aplicar didácticas que hagan más apetecible el contenido. Por otro lado, implica aplicar un sistema de recompensas para incitar a los estudiantes a un mayor esfuerzo y premiar sus logros.

El concepto de gamificación aplicado a la enseñanza no es en absoluto nuevo. La diferencia en el siglo XXI es la irrupción de las tecnologías y quizá, de la mano de este proceso, una utilización excesiva que confunde a los alumnos en dos sentidos: tanto respecto a lo que se espera de ellos como al porqué del esfuerzo realizado.

En efecto, como explica Marisa Clares, psicopedagoga y maestra de Educación Primaria en el Colegio Alameda de Osuna de Madrid, la utilización de la gamificación tiene tantos pros como contras. «El hecho de que el aprendizaje se lleve a cabo a modo de juego y tenga recompensa a corto o largo plazo es motivador», pero corremos el riesgo de «acostumbrarlos a que todo logro ha de tener su premio», apunta Clares. Y en la vida, no siempre es así.

Utilizar juegos en el aula, dinámicas de grupo o herramientas audiovisuales e interactivas en tabletas, ordenadores y pizarras digitales, permite «que los alumnos se muestren más participativos, se motivan más». Pero llega un momento en el que se habitúan y, roto el ‘factor sorpresa’, disminuye la motivación. Además, se acostumbran a recibir recompensa por cualquier logro, a tener premio.

Este es el momento en el que la gamificación deja de ser aliada educativa porque el alumno olvida el motivo real por el que está trabajando -aprender, mejor, ayudar a otros- y lo sustituye por un fin mucho más inmediato, pero menos satisfactorio a largo plazo: la recompensa. «Tienen que aprender a hacer las cosas por responsabilidad, no por el premio que obtengan», dice Clares.

Hay otro problema que puede surgir como consecuencia de la gamificación. Es lo que el profesor Escribano califica como la ‘ludicatura’, la dictadura del entretenimiento. La pregunta que se esconde es si toda forma de aprendizaje debe ser entretenida o si no hay problema en que aburrimiento, esfuerzo o sacrificio sean los que conducen al camino del saber.

Aunque tachadas de ‘políticamente incorrectas’, comienzan a surgir las voces críticas contra un modelo educativo que parte de la premisa de la motivación. Los partidarios de la gamificación explican que es importante que en la enseñanza se utilicen los llamados ‘juegos serios’. Sin embargo, otros autores creen que vivimos en un entorno, el del ‘homo ludens’, que está obsesionado por evitar toda forma de aburrimiento.

Si todo tiene que ser gratificante y esa gratificación debe ser inmediata, ¿qué ocurrirá cuando esos niños y adolescentes criados en entornos gamificados lleguen al mundo adulto? Este es, posiblemente, el factor de fondo que obliga a mirar con cautela a la gamificación. Porque en la vida real no todo es divertido, no se obtiene premio por lo que se hace y no siempre hay más oportunidades -más vidas- para intentarlo de nuevo.

Para evitar caer en estos errores, tenemos que conseguir que la mayor gratificación de nuestros hijos en las tareas que se les encomienden no sea un premio físico -en forma de regalo, de estrellita o de carita contenta- sino la satisfacción por haber cumplido con sus responsabilidades. Y más aún, su satisfacción tiene que proceder del bien que hayan hecho a los demás con su acción. Entonces la gamificación sí tendrá sentido.

La gamificación para modificar comportamientos

Tanto en las aulas como en los hogares es cada vez más habitual utilizar sistemas de puntos para potenciar la adquisición de hábitos en niños. Se establece un objetivo a cumplir y se evalúa su progresión mediante estrellitas, pegatinas de colores, caritas contentas, sellos o cualquier otro elemento que convierta una actitud en cuantificable.

El peligro educativo que encierra esta práctica es que los niños pierdan de vista por qué se ha puesto en marcha el juego y el sistema de recompensas parejo y solo se preocupen por el premio, como si el propósito fuera obtener una buena evaluación y no comportarse correctamente.

Hay un primer riesgo evidente que consiste en que el niño se queda ‘enganchado’ al sistema de gratificaciones: cuando aparentemente ha conseguido adquirir el hábito perseguido, retiramos el sistema gamificado y entonces vuelve a comportarse mal porque no había comprendido la razón de ser del juego.

Además, hay otro problema a largo plazo si se abusa de estos sistemas: la autoestima de los niños deja de estar basada en lo que son para fundamentarse en lo que consiguen, con las consecuencias que esto tiene a la hora de sentirse queridos y valorados.

Para evitar que esto ocurra, además de hacer un uso equilibrado de estos recursos, Marisa Clares, psicopedagoga y maestra en el Colegio Alameda de Osuna de Madrid, nos da la siguiente pauta: «el fin que se persigue tiene que estar muy bien explicado al niño» para que no lo confunda con la gratificación. Además, necesitan objetivos muy concretos. Y nos pone un ejemplo. Si le decimos al niño algo tan genérico como que tiene que portarse bien, no podrá saber a qué nos referimos, o si es igual en todas las circunstancias. No se puede correr en el aula, pero no hay nada de malo en hacerlo en el patio».

Un último consejo es que no pasemos al siguiente objetivo hasta que no hayamos comprobado que se ha adquirido el anterior.

Belén Martín Cabiedes. Máster en Neuropsicología y Educación

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