¿Por qué nos subestimamos? Lo hacemos cuando nos creemos inferiores a los demás en nuestro aspecto físico o intelectual, y nos sentimos incapaces de estar a la altura de los demás. Esto produce miedos, complejos y falta de autoestima, que a veces resultan difíciles de superar.
La época que por excelencia debería ser el tiempo más bello de sus vidas, la infancia, puede convertirse en un verdadero calvario debido a los complejos. A partir de los ocho o nueve años, los niños son capaces de valorar las reacciones que tienen los demás hacia ellos y discernir si son buenas o malas. Por esta razón, desde chiquitines debemos enseñarles a pensar por sí mismos y a decidir sobre algunas de las cosas que les afectan directamente. Sólo de este modo crecerán seguros de sí mismos y serán capaces de superar todos los rechazos que vengan del exterior.
Causas de los complejos
Algunos niños tienen un defecto (real o figurado) y a otros se les exige tanto que creen que no valen para nada porque siempre fallan; unos y otros desarrollan un complejo de inferioridad que no les deja disfrutar de estos años maravillosos. Pero el verdadero complejo surge cuando el pequeño llega al convencimiento de que todo él, su persona, no vale para nada, no importa a nadie.
A veces, somos tanto padres como profesores los que exigimos al niñ@ más de lo que realmente puede dar, lo que supone desconocer su verdadero desarrollo psicológico.Aunque haya empeñado toda su buena voluntad en hacer las cosas bien, no consigue contentar a nadie. Si se le pide demasiado, no se le está dando la oportunidad de que tenga algún pequeño éxito. Fracasa en todo lo que se le exige, por lo tanto, piensa: «No valgo para nada; jamás lo conseguiré». Cualquier iniciativa del niño queda anulada y su imaginación, creatividad y autonomía no se ejercitan.
¿Le acomplejas?
En ocasiones, y con toda la buena intención del mundo, los padres proyectamos las propias ilusiones en los hijos, sin llegar a comprender que son personas distintas. Esa exigencia sin sentido se produce porque deseamos fervientemente que sean lo que no pudimos llegar a ser. Hablamos y hablamos sobre lo lejos que llegará: estudiará Medicina, como su madre; será un monstruo de las matemáticas, como la abuela; llegará a ser el mejor atleta entrenado por el abuelo, que fue seleccionador nacional; o directivo de una multinacional, como su padre. No hay lugar al desarrollo de la imaginación y de la fantasía, a los juegos de niños: sólo ocupaciones serias de acuerdo con un plan de futuro.
Los defectos existen: los tenemos todos
Otra causa importante del complejo de inferioridad son los defectos: todo defecto físico, constitucional o adquirido con el paso del tiempo (miopía, sordera), o defecto psíquico (falta de memoria) puede constituir el punto de partida de un complejo de inferioridad; especialmente si los padres, hermanos o compañeros se burlan de él o lo desprecian.
Algunas veces no es necesaria una inferioridad real; puede bastar una característica un poco extraña para atraer sobre el pequeño los motes o apodos crueles (por inconscientes) de sus compañeros: el color del pelo, una estatura demasiado alta o demasiado baja, etc. Un tono de burla, una frase hiriente, aunque no tenga nada de razón, puede acomplejarle. El niño no puede desprenderse de todas esas etiquetas que le ponen y acabará haciéndose a la idea de que, efectivamente, él es así. Su propio hogar debería ser un reducto de alegría y optimismo, un lugar para reponer fuerzas y autoestima; pero puede llegar a ser un lugar nefasto si unos padres inconscientes se dedican a resaltar, por sistema, estos mismos defectos.
Exigencia a su medida
El mejor modo para evitar que se formen complejos de inferioridad en los hijos consiste en evitar los errores de educación que los crean. Y esto no es fácil porque, en muchos casos, son los mismos padres los que sufrieron algún complejo de este tipo del que desean inconscientemente «resarcirse». ¿Cuántas veces se dice ante cualquier defecto de los hijos: «Yo a tu edad…»?
Cuando hablábamos de que una causa del complejo es la exigencia desorbitada no quiere decir que se deje a los hijos hacer lo que les venga en gana. El secreto de la educación está en conseguir que quieran aquello que deben hacer. El muchacho no debe hacer lo que quiere, sino querer lo que hace.
Es evidente que nuestro hijo necesita que se le exija, pero no por encima de lo «posible». Hay que llegar a un umbral en el que la exigencia sea lo suficientemente fácil para que el niño pueda cumplir y lo suficientemente difícil para que se supere. Así se avanza, pues el umbral irá elevándose.
Resaltar sus cualidades
Tanto para luchar contra un complejo de inferioridad como para prevenirlo, los puntos fuertes de los hijos son fundamentales. Habrá que buscar pacientemente una cualidad suya en la que resalte especialmente. Seguro que es fácil: virtudes, méritos, aficiones, deportes… Con este cambio de situación (de creerse inferior, pasa a darse cuenta de que es bueno en algo) se le estará rehabilitando ante sus propios ojos y los de sus hermanos; y así se conseguirá corregir a tiempo sus complejos.
No hay que esperar a encontrar uno de esos puntos fuertes para demostrar al hijo que hace las cosas bien. A lo largo del día se suceden mil oportunidades para elogiar lo bien hecho: cuando obedece, cuando dice algo ocurrente, etc. Como padres sabremos encontrar muchas de estas ocasiones que reforzarán su autoestima: su familia está a favor de él.
Contra los defectos
Y si se trata de una inferioridad real -física o psíquica-, en vez de tratar de ocultarla a sus ojos con la vana esperanza de que pueda ignorarla para siempre, habrá que enseñarle a sublimarla y situarla en su justa importancia. Lo primero es un poco cobarde e irreal. Quizá en casa no se hable de ello, pero en la calle le acribillarán… y no se puede estar sobreprotegiéndole a cada momento.
Un chico que deba vivir con un defecto tiene mucho mérito y hay que hacérselo ver de este modo, para que tenga un alto concepto de sí. Cada cual presenta unas limitaciones, más o menos acusadas, que debe asumir y unas cualidades notables que hay que saber desarrollar y propiciar.
Maria Lucea
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