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La persona se construye en la familia

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Cada persona se construye en la familia. Es donde aprende lo importante de la vida, con el enfoque adecuado, de las personas que más le quieren. Y aprende por ese motivo: todo está inmerso en cariño del bueno. Es aquí donde puede ser ella misma, única y singular, y a la vez ayudar a los demás, y aportar con sus ideas, su tiempo, sus cualidades cultivadas… Ahí es donde recibe cariño y aprende a amar.

Por lo tanto, lo que vemos en un niño, su sonrisa, su empatía, sus buenos modales, con esa mirada chispeante, su ilusión y ganas de aprender, el mirar el mundo con ojos “nuevos”… que saben sorprenderse, ser simpático y alegre, generoso, es lo característico de la persona, y lo que va configurando su naciente personalidad. 

Sin embargo, lo que no se suele ver son esas acciones continuadas, como un trabajo de artesanía, llenas de amor de los padres, y luego de los maestros y profesores, que van guiando su formación y aprendizaje, a base de afecto, paciencia, de explicar una y otra vez lo que está bien o mal…, de unas normas claras que vayan iluminando y marcando un sendero transitable, y encauzando su comportamiento. 

Con comprensión, y a la vez exigencia…, dándoles la necesaria autonomía, y sobre todo mostrándoles un modo de ser y de comportarse adecuado, propio de una persona. Necesitan tener referentes: modelos íntegros a los que imitar, porque los niños aprenden imitando a las personas que los quieren. En educación pasa como en un iceberg, es mucho más lo que no se ve, pero ahí está, fecundando su vida y haciéndola florecer y dar frutos.

Los niños, con su capacidad de maravillarse, de admiración, sus anhelos de conocer…, lo que Aristoteles sitúa en el principio del saber. Protejamos todo esto, preservemos la mirada y la bondad de los niños, y aprendamos de ellos.

Para realizar todo esto se precisa tiempo y cariño, intimidad, estar a su lado, pequeñas conversaciones, sabiendo escuchar, no sólo con los oídos sino también con el corazón. Hay que prestarles atención, dedicarles nuestro tiempo. Y saber motivar con la belleza de los valores hechos vida, con nuestra personalidad alegre y empática, servicial. Con optimismo para apuntar a lo mejor de cada uno, y poder conectar: llegar a su corazón. 

Decía G. K. Chesterton, con su ingenio y simpatía: «El niño es un ser capaz de todas las preguntas posibles y muchas de las imposibles”… Estar cerca, atenderles con calma y serenidad.

Así transmitir con nuestra coherencia y buen hacer un ideal de vida que intentamos vivir, aunque a veces fallemos… Es lo normal. Y es la forma de seducir con esos valores humanos nobles, basados en principios, que no pasan de moda, y tratamos de encarnar en nuestra familia. Lo cual confiere una personalidad con belleza interior y encanto, que resplandece y atrae.

De este modo, lo que ven personificado en los padres será lo que aprendan e imiten con naturalidad. Siempre estamos educando con el ejemplo de nuestra vida, con nuestra integridad personal. Como decía la Madre Teresa de Calcuta, “no te preocupes si tus hijos no te escuchan…, ¡te están mirando todo el día!”

Todo esto se puede concretar en pensar entre los dos algún “plan de acción” con un pequeño objetivo, alcanzable, con unos medios específicos para nuestros hijos, y una motivación adecuada en cada caso. Así, por medio de esos planes, continuados en el tiempo, se va configurando un proyecto personal de educación para cada hijo. Atendiendo a sus distintas facultades y potencias, como son la inteligencia, la capacidad de actuar de forma libre, y los sentimientos. Es decir, con voluntad entrenada en las pequeñas cosas cotidianas, poniendo el corazón: pensando en las otras personas.

De esta suerte, aprenden a pensar en los demás, a hacer las tareas de la casa y encargos, por amor, y a mostrar el cariño a las personas cercanas. Primero en la propia familia, y luego con amigos, en el colegio… etc. 

Y serán capaces de acometer los retos que se planteen, conjugando esa fuerza y capacidad de la voluntad, con una buena imaginación y motivación. 

Entonces, ese cariño hondo de los padres se desbordará eficaz en los demás ámbitos, haciendo personas cabales que sepan querer.

Porque, con una visión a largo plazo, el fin último de toda educación es enseñarles y hacerles capaces de amar. Por eso la necesidad de recibir cariño del bueno, de que se sientan de veras queridos, y que vean cómo se quieren sus padres entre sí. Es lo que les permitirá aprender a amar, y como consecuencia serán más felices. Eso anhelamos para ellos.

Para acabar, un bonito poema de la Madre Teresa que “traduce” muy bien estos deseos del corazón:

“Enseñarás a volar,

pero no volarán tu vuelo

Enseñarás a soñar,

pero no soñarán tu sueño

Enseñarás a vivir,

pero no vivirán tu vida.

Sin embargo…

en cada vuelo,

en cada vida,

en cada sueño,

perdurará siempre la huella

del camino señalado.”

Mª José Calvo

optimistaseducando.blogspot.com

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