Por Emilio LÓPEZ-BARAJAS ZAYAS. Catedrático Emérito de Universidad en Fundamentos de Metodología Científica
El término griego alêtheia expresado por Aristóteles y rehabilitado siglos después por Heidegger, significa en general la verdad de las cosas que aparece cuando algo es visto o desvelado por el conocimiento del ser humano. Por ello, se dice, que la alêtheia es la rectitud propia para desvelar algo valioso, que ha estado oculto, con el propósito alegre de que ‘ese’ algo se entienda mejor al contemplar una nueva perspectiva que no había aparecido hasta ahora. La investigación humana encuentra su piedra de toque en el reto de conocer con mayor profundidad la verdad de las cosas.
Las cosas no son siempre lo que parecen, como pretendería un realismo ingenuo. Pero de ese hecho particular no se puede inferir el principio racionalista kantiano de que nunca lo sean. El impulso natural de las personas a saber de las cosas y conocerlas en su globalidad, si la intención es recta (sindéresis), lleva a la sophia. Un término, una palabra de origen griego, que significa en realidad el lugar de la ‘sabiduría’ o que denomina también a aquel «que comienza a poseer sabiduría».
Un texto paradigmático nos ilustra en este camino y, al mismo tiempo, nos llama la atención: el Libro de la Sabiduría, de Salomón, cuando se dirige a los vecinos de Alejandría con el deseo de advertirles de la destrucción y ruina a que se verían sometidos si se dejasen seducir solo por el afán de poder, de dominio despótico sobre las cosas y las personas. El texto en forma de himno contiene una oración, puesta en sus labios, que es una invocación solemne dirigida al «Dios de los padres y Señor de la misericordia» (9,1) para que conceda el don preciosísimo de la sabiduría.
La admiración ante las cosas del universo es el principio dinámico de la sabiduría en general. La cultura en su nivel de máxima belleza dice metafóricamente que la sabiduría «es árbol de vida para los que a ella están asidos» (Prov 3, 18). Tomás de Aquino, al destacar el hábito de los primeros principios de la vida práctica, nos ofrece la clave para encontrar el tesoro de la sabiduría cuando dice que la voluntad del enamorado hace posible hacer el bien y evitar el mal (cf. S. Th. 1, q. 79, a. 12-13; 1-11, q. 94, a. 1).
Los humanos ansiamos la senda de la sabiduría porque conduce a la felicidad. Y lo que se necesita «para conseguir la felicidad -dice Escrivá de Balaguer- no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado» (Surco, nº 795). La identidad del ser humano se halla en su vocación a saber de las cosas y el sentir del amor (Gaudium et spes, nº 24).
El conocimiento que conduce a la sabiduría no es solo cognición ni simple apariencia de las cosas. En la mitología griega, Circe, diosa y hechicera, con su canto pareciese llamar al lugar de la felicidad. De hecho, los amigos de Auriloco quedaron fascinados por su melodía. El romanticismo alemán, en los tiempos modernos más cercano, prometió lo que la pasión y el sentimiento no podían dar por sí mismos. El idealismo moderno al afirmar que todo lo racional es real, sembró la confusión y la contradicción en la senda de la sabiduría.
Hoy, como consecuencia del racionalismo y el idealismo, ha surgido el escepticismo postmoderno y constructivista que nos ofrece como principio relativista, un canto retórico, antropocéntrico, que se puede sintetizar en el siguiente prejuicio: «que todas las cosas son solo o principalmente un epifenómeno de la cultura». Cuando la cultura no dialoga con las ciencias, la vida de los seres humanos en un desierto donde está ausente la sabiduría.
Por el contrario, el fruto del conocimiento de la verdad de las cosas, su significación, llena de sosiego y de paz el entendimiento y el alma. Si uno se afana en la aprehensión del saber y la experiencia de las cosas en su globalidad, probablemente podrá decir que: «Entrando en mi casa, descansaré con ella, es decir, con la sabiduría» (Sab 8, 16).
La sabiduría podría definirse, por ello, como el hábito propiamente humano para conocer los principios más universales y las primeras causas de las cosas y el bien de las mismas; donde la cultura, en su diálogo con las ciencias, ocuparía el espacio que le es propio en la vida de las mujeres y los hombres.
La pedagogía, en suma, aconseja seguir la senda que conduce al saber del bien, porque: «glorioso es el fruto de las buenas obras; y nunca se seca la raíz de la sabiduría» (Sab, Cap. III, 15). La sabiduría, «abarca fuertemente, de un cabo a otro, todas las cosas, y las ordena a todas con suavidad. A esta amé yo, y busqué desde mi juventud, y procuré tomarla por esposa mía, y quedé enamorado de su hermosura» (Sab, Cap. VIII.)
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