No es la humildad una virtud que goce de buena prensa en la actualidad. Antes al contrario, se identifica, en la mayoría de los casos, con personas ingenuas, apocadas, sumisas, timoratas, de clase social baja o con pobre autoestima; lo cual, ciertamente, resulta poco atractivo.
Sin embargo, esta idea es errónea. La humildad no sólo es una cualidad deseable sino también necesaria para el desarrollo de una sociedad más justa y feliz. Políticos que confunden su vocación de servicio a los demás por el ánimo de lucrarse, personas que se involucran en compras de casas o coches muy por encima de sus posibilidades, parejas que no reconocen sus errores aún a costa de romper una relación, negocios suculentos que dejan a otros en la ruina, revelan un fondo de falta de humildad.
Históricamente, la psicología ha dedicado poca atención al estudio de esta virtud. Quizás porque también entre los psicólogos hay cierta confusión sobre su verdadero significado. Lo cierto es que la psicología positiva sí considera la humildad como una cualidad. De hecho, ha sido propuesta junto a la prudencia, la modestia, la autorregulación y el perdón como parte de una virtud más amplia denominada templanza.
Existen muchas definiciones de humildad, la mayoría pertenecientes a ámbitos del conocimiento como la ética, la teología o la antropología. La más popular es la que propuso Santa Teresa de Jesús, para quien la humildad es, sencillamente, «la verdad».
También la psicología se ha ocupado de definirla y representarla. Diversos autores describen a las personas humildes como individuos con un conocimiento realista de sí mismos, tanto de sus defectos como de sus cualidades. No exhiben ostentosamente sus logros (son personas modestas), pero tampoco niegan absurdamente un éxito objetivo (definirse invariablemente como inútil o negar cualquier felicitación por algo bien hecho no equivale a ser humilde, quizás todo lo contrario).
Una persona humilde relativiza su papel en la sociedad, no se considera ni tan importante ni tan insignificante. Mantiene una actitud abierta y no defensiva ante los consejos y las correcciones. Se ocupa lo justo de sí mismo y dedica más tiempo a los demás. Destaca por su capacidad de apreciar el valor de las personas y de las cosas, respetando sus diferencias. Quienes están próximos a alguien humilde se sienten cómodos, pues reciben con frecuencia más emociones positivas.
De manera lógica, el ámbito idóneo donde inculcar la humildad es la familia, y el momento más propicio recae en la infancia. Como cualquier otra virtud, se trasmite a través del ejemplo de los mayores.
Presenciar un acto de humildad invita a los demás a imitarlo (por ejemplo, si en el transcurso de una discusión uno afirma haber estado equivocado, el otro suele también reconocer sus errores). Por medio de pequeños actos cotidianos los niños irán gradualmente incorporando esta virtud a su repertorio de conductas y a su sistema de valores.
Dos elementos básicos para inculcar la humildad son el perdón y la gratitud. Un niño que es agradecido y que sabe perdonar y pedir perdón, obtendrá los cimientos sobre los que sustentar la humildad.
¿Cómo se puede educar la humildad?
Existen muchas formas de lograrlo y, en el día a día, se presentan diversas ocasiones. Así, por ejemplo, un padre que, tras juzgar o regañar injustamente a su hijo, reconoce su error y pide perdón, es un modelo positivo de humildad (no una amenaza a su autoridad, como algunos temen). La actitud no defensiva de un progenitor a la hora de recibir un reproche por parte del otro cónyuge, aceptar la ayuda o corrección de un hijo o asumir con modestia un logro personal, son también ocasiones para ejercerla.
Se puede enseñar a los hijos a valorar y respetar las cosas propias y ajenas (cuidando o prestando los juguetes), animarles a cumplir encargos en casa para hacer la vida agradable a los demás (poner una mesa, limpiar, ser ordenados) o no pavonearse cuando se logra un éxito en el colegio. Todas ellas son buenas ocasiones para mostrarles el camino hacia la humildad.
Es importante también ayudar a los niños -y sobre todo a los adolescentes- a ponerse en el lugar de los demás. Si alguna vez se enfadan porque otro cometiera un error con ellos, la humildad les ayudaría a perdonar, pues sabrían que ellos mismos podrían equivocarse.
Una vez más, en la familia está la clave.
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