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Nuestros hijos y sus pantallas: el verdadero secreto educativo

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Niños usando las nuevas tecnologías

Foto: THINKSTOCK 
Por Xavier Bringué Sala, Consejo Académico Foro Generaciones Interactivas
     

Todo aquel que tiene cerca a un integrante de la «Generación Interactiva» vive la experiencia de enfrentarse a preguntas y retos educativos novedosos: «¿A qué edad le doy su primer teléfono móvil?», «¿Qué modelo le compro?», «¿Con o sin Internet?», «Una videoconsola, ¿será un buen regalo de Primera Comunión?», «Desde que pusimos Internet en casa, llega y se va a su cuarto a estudiar delante del ordenador, ¿realmente estará aprovechando el tiempo?».

Ante estas cuestiones, y otras muchas relacionadas con la inevitable entrada de la tecnología en la vida de nuestros hijos, uno puede sentirse desorientado por dos motivos. El primero es la misma tecnología que nos enfrenta a conceptos quizá hasta ahora desconocidos por el mundo adulto, como: «¿Has visto el retwit?», «Yo de mayor quiero ser bloggero», «Acabo de colgar el PDF en la nube», etc. El segundo es la falta de experiencia propia sobre esas cuestiones ya que, en nuestra infancia y adolescencia, no existían. Sin embargo, frente al desconcierto que nos pueda causar este nuevo reto educativo hay un elemento que se mantiene constante en el pasado, en el presente y en futuro: formar personas maduras consiste en procurar el máximo desarrollo de las virtudes propias del ser humano, ya sea en acto o potencialmente.


En eso consiste educar, ya se trate de pantallas o de lo que sea; y ese conocimiento práctico educativo, la preocupación constante por el crecimiento de nuestros hijos, nos sitúa por delante de ellos en lo que es fundamental.


Visto así, cualquier proyecto o recomendación educativa sobre un uso correcto de la tecnología pasa, inexorablemente, por integrarse en las tres dimensiones clásicas que definen la formación de una personalidad madura.

Labores como padres

En primer lugar, uno de los objetivos que tenemos padres y madres es que nuestros hijos se conozcan y se acepten tal como son, tanto en el plano intelectual como en el afectivo. Este objetivo es irrenunciable si queremos que sean maduros y tiene mucho que ver con las pantallas que utilizan. Conocerse es tener clara la identidad y que no se desdoble en el mundo digital: ser el mismo en el mundo virtual y en el mundo real. También es necesario aprender a ser íntegros, a pensar y actuar según lo que uno cree, independientemente de que eso se manifieste a través de alguna pantalla. O, por ejemplo, es necesaria la formación en una correcta autoestima: no es posible que ese comentario desagradable que un desconocido ha hecho de alguno de nuestros hijos al ver una foto suya en Internet les afecte tanto. O, mantener un espíritu crítico ante lo real y ante lo virtual: no todo lo que se dice en la Red es verdad…

En segundo lugar, todo educador tiene claro que formar la personalidad consiste en alcanzar un enriquecedor equilibrio en el uso de la libertad personal. Eso ya lo sabían nuestros padres, nuestros abuelos… y ahora debemos procurar conseguir lo mismo en nuestros hijos, también en el mundo digital. Ser libre frente a las pantallas consiste en saber sus límites y también en aceptar la otra cara de esa moneda: la responsabilidad. Aunque sean virtuales, las acciones online tienen consecuencias reales y se debe respetar a las personas tal como se las debe respetar fuera de lo digital; es bueno mantener la educación y la urbanidad, y no confundir velocidad en la comunicación con atropello en las normas más básicas del saber decir y saber escuchar. Tendrán que ser conscientes de que, desgraciadamente, detrás de la conquista aparente de una mayor libertad se esconde, en realidad, una nueva esclavitud: «¡Se cayó la Red!, ¡No tengo cobertura en el móvil!, ¡Ha llegado el fin del mundo!».

El tercer aspecto que define al ser humano -y, por lo tanto, su formación- consiste en su necesidad de abrirse a los demás. La amistad y el amor son dos rasgos que nos diferencian claramente de otros seres vivos, y por eso es necesario aprender a querer bien. A estas alturas, nos damos cuenta de que esta faceta tiene una conexión muy fuerte con las pantallas: por ejemplo, es importante que aprendan que la amistad tiene poco que ver con la cantidad de «amigos» que uno tiene en su perfil de alguna red social; o que hay cosas que se cuentan a unos pocos y que se dicen a la cara -y no utilizando como máscara el cristal líquido de alguna pantalla-; o que es necesario ser generoso y magnánimo cuando se utiliza la tecnología, porque tiene que ser un elemento para darse a los demás y no tanto para aislarme conmigo mismo; o que existen mil formas de ser solidario en el uso de las pantallas: frases milenarias como «Enseñar al que no sabe», «Dar un buen consejo al que lo necesita» o «Dar de comer al hambriento», adquieren en nuestros días una novedad extraordinaria.

Todos tenemos la preocupación y el afán de que nuestros hijos crezcan en esas tres dimensiones. Todos tenemos la experiencia de cómo lo han hecho otros con nosotros y de cómo hemos sido protagonistas en ese proceso. Y si las preguntas del inicio todavía nos siguen inquietando basta con detenerse a pensar en esa preocupación, ese afán y esa experiencia; entonces surgen las verdaderas preguntas: «¿Cómo son nuestros hijos?, ¿Qué podemos hacer para que sean verdaderamente felices?, ¿Cuál es nuestro proyecto formativo para conseguirlo?, ¿Qué les conviene y qué no por su edad, por su carácter, por su situación particular?, ¿En qué les podemos servir como ejemplo?».

Tratemos ahora de digitalizar éstas y otras muchas preguntas fundamentales que nos hacemos al pensar en la formación de nuestros hijos. Como resultado tendremos todo un proyecto para conseguir personas que se conocen, se dan a los demás y son verdaderamente libres cada vez que pulsan «ON» en alguna de sus pantallas.

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