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La familia, «humus» fértil del amor

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Amor en familia

Foto: THINKSTOCK 
Por Emilio López-Barajas Zayas. Catedrático de Universidad
     

El humus constituye una reserva importante de la materia orgánica del suelo; sin embargo, la labranza del suelo desnudo de forma repetida causa la pérdida del mismo. Y el suelo sin protección vegetal y sin adición de materia orgánica está expuesto a la erosión y el agotamiento inevitable.

La vocación de los seres humanos, el núcleo esencial de la misma, es el amor; y la familia es el «humus» fértil para el desarrollo de una vida afectiva equilibrada y el «crecimiento» del amor.

El grado en que el niño satisface la necesidad de amar y ser amado, desde los primeros momentos de su existencia, es decir, la magnitud del cariño que recibe en su entorno familiar, ese cariño y afecto, esa dosis de amor, actúa como marcador más o menos positivo y, en ese mismo grado, se favorece o no el despliegue de su vida afectiva, a través de un proceso biográfico de desarrollo pleno y sostenible. La sostenibilidad del amor en la familia garantizará el desarrollo de una personalidad serena y armónica en cada uno de los hijos, hecho que se pondrá de relieve sobre todo al llegar a la pubertad, la adolescencia y la juventud.

Como en la bodega se cría el buen vino, la bodega de reserva del amor es la familia. El amor familiar no es una trampa cultural, sino un campo adecuado para crecer en el amor.
La familia es el lugar natural donde mana la fuente del amor. Y ello es posible porque el matrimonio no es solamente un «producto» cultural, sociológico, legal o profesional, como puede serlo, por ejemplo, el juego del dominó, la confección de camisas o la venta de zapatos, sino que, primariamente, la familia ha sido y es una realidad natural. La familia es el primer escenario natural de la vida y, por ello, le es natural el afecto y el amor.

Amor familiar y desarrollo emocional

Si el juego entre los miembros de la familia es limpio, si el afecto es verdadero, se posibilita la tendencia unitiva hacia la complementariedad entre hombre y mujer, entre padres e hijos, y con los demás; y cuando éstos crecen, el deseo de amor culmina en el compromiso del matrimonio, que le da su estabilidad propia.

El fenómeno de la exclusión social de las personas, que crece en número en los países «avanzados», tiene su «raíz» explicativa principal en el crecimiento del grado de la desestructuración progresiva del número de familias. La familia no sostenible, desestructurada, agota el «humus» fértil de la educación, generando actitudes negativas que llevan a veces al agotamiento del suelo fértil del amor y, en consecuencia, a la exclusión familiar o al desamor.
La exclusión familiar, la cristalización de las actitudes del desamor, años más tarde pueden generar -en muchos casos- hábitos de conducta que lleven a la exclusión laboral y social. Y, esto es así, porque los padres con su sacrificio amoroso son imprescindibles para el desarrollo normal de la socialización primaria de los hijos. Quienes han sufrido carencias afectivas en la familia, sufren traumas que les acompañaran en mayor o menor grado casi toda la vida.    

El juego en una familia sostenible aporta imágenes, fantasía, afecto y compromiso; las excursiones y salidas son vitales para la salud física y psíquica de los miembros de la familia. El juego, además, ahuyenta el enfado, la tristeza y la angustia.

Se evidencia que el amor ve la luz del día, el crepúsculo del mismo, en la familia, y crece en un proceso dinámico y afectivo, que si es verdadero no es endogámico. La familia es la bodega o reserva de la vida afectiva. La familia sostenible es, insistimos, la célula social natural para el aprendizaje de los modos para la socialización afectiva de los hijos.

La armonía del amor nos exige a los padres, en primer lugar, trabajar para lograr sólidos cimientos de confianza, lealtad, respeto y seguridad; en segundo lugar, cultivar el clima de familia afectuoso, tierno en la relación; en tercer lugar, afianzar el compañerismo, la reciprocidad esencial entre los cónyuges, fijar el régimen referido al cuidado, el sentido de colaboración, la consideración y el compromiso; y, finalmente, el tiempo para la educación, el ocio y la vida social de los hijos, y alentar además el espíritu de colaboración (Beck, 2011).

Si estas competencias no se desarrollan en los padres primero, y después en los hijos, pocos, por no decir que nadie, asumirá esa función primaria de los afectos que tendrá, como decimos, efectos cívicos patentes.


La familia por ser la célula natural de la sociedad, ser el yunque donde se forja el verdadero sentido del amor, está llamada a la unidad familiar, que es un tesoro social y cultural.


La unidad de la familia humana no anula de por sí a las personas, los pueblos o las culturas, sino que los hace más transparentes los unos con los otros, más unidos en su legítima diversidad. La familia sostenible no ha sido nunca una familia «líquida», porque ninguna cultura ha podido subsistir sin familias que fuese fuertes y, además, protegidas por el Estado. La familia no es sólo una cuestión semántica, sólo cultural, sino que tiene su estatuto propio por ser la célula natural primaria del tejido social.

En suma, se ha de proteger el «humus» fértil de la familia sostenible, porque la felicidad futura de los hijos no dependerá tanto del aprendizaje de las matemáticas, el conocimiento del inglés o las infotecnologías, sino antes bien, de que alcancen una vida afectiva plena, es decir, aprueben la asignatura del amor, si es posible, con sobresaliente.

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