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Cómo ser mejores padres

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Todos sabemos que el ejemplo que demos a nuestros hijos influye en ellos más que cualquier sermón o teoría que les expliquemos. El hecho de querer ser mejores, como padres y como personas, ya es un buen comienzo. Además, debemos informarnos, documentarnos, asistir a cursos, rectificar con la propia experiencia y, por encima de todo, ser nosotros mismos como esperamos que sean nuestros hijos.

Si queremos que sean sinceros, nosotros primero; si deseamos que sean honestos, seamos un buen reflejo de ello; si aspiramos a que dejen poso en la sociedad, actuemos en consecuencia y así con cualquier faceta de sus vidas y de las nuestras.

Desde el momento de la concepción nuestros hijos están destinados a madurar como personas y los padres tenemos la responsabilidad de mostrarles el camino, de ser sus guías para que logren su madurez. La persona madura es la que es capaz de dialogar, hacerse un sitio en su entorno social, realizarse como tal y ser feliz.

Normalmente queremos ver resultados inmediatos y a nuestro gusto, pero nuestro éxito como padres no lo podemos evaluar por lo que hagan de inmediato, ni porque respondan a nuestras aspiraciones; lo evaluaremos por el referente que hayamos dejado en ellos. Sólo si éste es positivo y atractivo seremos una autoridad en sus vidas. A los padres, solo nos hará felices el hecho de haber dejado una huella impresa en ellos, que les sirva de referencia y les guíe a la felicidad.

¿Quiénes somos los padres?

¿Qué roles o papeles debemos jugar en las vidas de nuestros hijos y, por consiguiente, en nuestra familia? ¿Somos amigos, maestros o tan solo los progenitores a los que deben su existencia? A lo mejor, somos unas personas que les proporcionan cosas para su desarrollo… Ninguno de estos planteamientos es válido. La respuesta no es fácil, porque los padres somos algo muy especial, sobre todo para nuestros hijos. Como se explica en el libro Padres que dejan huella (Palabra), debemos ser sus referentes para que aprendan y adquieran esa mínima madurez de la que hablábamos.

Los padres somos guías de nuestros hijos. Padres e hijos maduran juntos, la diferencia es que los padres poseen una mínima madurez que no poseen los hijos. Los padres sabemos, como los guías de montaña, que las rutas para llegar a un destino son muchas, pero sólo hay una que es la mejor: la que posee menos riesgos y más garantías de éxito. Las demás también valen, pero nos agotan y corremos el riesgo de abandonar por cansancio; otras, aparentemente son más directas, pero tienen pasos arriesgadísimos y producen accidentes… La ruta más segura es la que está muy marcada, con mojones o hitos de piedras que pusieron otros guías con sus experiencias. Los buenos guías lo tienen muy presente y los padres con éxito también.

Educar no es modelar a nuestro gusto

¿Por qué el aprendizaje de una persona es tan largo? Si lo comparamos con el de los animales, vemos que nuestros hijos necesitan muchos años de cuidados, muchos años a nuestro lado, muchos días y semanas en las que su modelo vamos a ser nosotros. Esta reflexión nos tiene que hace ver que las personas, a diferencia de los animales, prácticamente no tenemos instintos; sin embargo, tenemos la capacidad de crear hábitos personales.

Nos referimos a esas acciones que cuestan al principio, pero que al realizarlas de forma reiterada llegamos a incorporarlas y conseguimos realizarlas mecánicamente, sin pensar. Pongamos unos ejemplos: comer con cubiertos, lavarse los dientes, atarse los zapatos*, si seguimos con esta lista, llegaríamos a centenares de acciones mecánicas que el niño debe aprender. Por eso, a diferencia de los animales, somos capaces de programarnos; no nacemos con el «software» definitivo como ellos. Así, los padres debemos programar a nuestros hijos no sólo para estas acciones, sino también para amar y, consecuentemente, dialogar.

Educarlos no es modelarlos, es darles hábitos y formarles una conciencia, que debe ser amorosa.

Además, el niño acepta todo lo que sus padres le dicen y hacen, no lo razona, lo da todo por bueno. Al no razonar, aprenden por lo que ven, por «contagio» y nos copian hasta los ademanes. Incluso cuando tienen rabietas, no nos están cuestionando nada, es simplemente porque en ese momento quieren seguir con lo que está haciendo. Por ejemplo, muchas veces se quedan absortos mirándonos y esto ocurre cuando nosotros no nos damos cuenta, cuando somos lo que realmente somos.

Coincidimos con otros padres en que nuestros hijos tienen la capacidad de «filtrar»: captan lo que llevamos dentro y desechan lo que queremos aparentar. Hay que tener presente que cuando estamos sentados en el sofá, preocupados con nuestros temas personales, entonces pasan de nosotros; sin embargo, cuando cruzamos una mirada de complicidad por un detalle de cariño con nuestro cónyuge, esto no lo dejan pasar por alto, les motivamos y nos admiran. Se suele oír la frase: «¡Qué antenitas tiene este niño!» o «¡Míralo, don antenitas!». Aunque estén jugando, incluso en la habitación de al lado, están pendientes de si los tenemos presentes en nuestro quehacer. Por eso es tan importante nuestro ejemplo, ya que captan lo que somos, mucho más que lo que decimos.

Así vemos la importancia que tiene estar con ellos, de sacar tiempo de donde sea (del trabajo, de nuestras aficiones…) para invertirlo en nuestros hijos. De ahí que la educación de nuestros hijos no es algo dado: o la asumimos los padres o lo harán otros, de forma interesada. Si ya es mucho el tiempo que debemos dedicarles para que adquieran todos esos centenares de hábitos, mayor será el que se necesita para darles hábitos amorosos; para «programar» una conciencia amorosa.

Ana Aznar
Asesoramiento: Alberto Masó, empresario. Bárbara Sotomayor, bióloga. Autores de Padres que dejan huella (Palabra)

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