Para satisfacer sus necesidades materiales y psicológicas, el ser humano necesita a los demás desde su nacimiento hasta su muerte. Por eso vive en sociedad y, para que la convivencia con los demás sea positiva, es necesario aprender las habilidades sociales o desarrollar la sociabilidad, una característica muy importante de la personalidad que, en pocas palabras, consiste en saber relacionarse con los demás de manera que la convivencia sea lo más agradable -o lo menos desagradable- posible.
La sociabilidad se apoya en un conocimiento y dominio del modo de ser propio y del conocimiento de la manera de ser de los demás. Un elemento fundamental en la manera de ser de la persona es la afectividad y su intensa relación con la razón y la voluntad. Por eso es muy importante entender el funcionamiento de la afectividad propia y ajena.
Suele decirse que es muy difícil entender a los demás si uno no se entiende antes a si mismo. Por eso es tan importante que comprendamos cómo funciona nuestra propia afectividad para que nos esforcemos por que funcione bien. De ese modo, cuando uno se comprende a sí mismo está en disposición de entender cómo funciona la afectividad en los de más. Eso le permite relacionarse bien con el resto, minimizar los conflictos y conseguir que la convivencia sea agradable e incluso se puedan perseguir objetivos comunes uniendo fuerzas.
El desarrollo de la empatía
El ser humano aprende a reconocer la expresión corporal de las emociones desde muy pequeño. En particular, descubre lo que comunica la mímica facial para intuir cómo se sienten los demás. La interpretación gestual de las vivencias afectivas es más fácil cuando se refiere a las emociones básicas primarias -sobre todo cuando son intensas- y es más difícil en el caso de los sentimientos.
Aunque conozcamos los afectos que siente otra persona, eso no significa que los entendamos. Entenderlos implica saber la causa y las consecuencias de ese afecto. Llamamos empatía a la capacidad para entender la afectividad de los demás, de ponerse afectivamente en su lugar, sentir lo que ellos sienten y saber la causa y las consecuencias de sus sentimientos.
La empatía es una habilidad o hábito afectivo-intelectual desarrollado con la práctica, que supone la concurrencia automática de varios fenómenos psicológicos: el interés o curiosidad por la manera de ser y estar de los demás, el conocimiento del lenguaje corporal de los diferentes afectos y de su intensidad, el conocimiento de las reglas generales del funcionamiento de la afectividad, la capacidad para dejarse contagiar del afecto que están sintiendo los demás (sintonía afectiva), la deducción lógica de la causa de ese afecto a partir de la manera de ser de la persona y de sus circunstancias y, finalmente, el conocimiento de las consecuencias que el afecto está produciendo en su vivencia interior y en su comportamiento exterior.
A las personas muy centradas en sí mismas -llamadas «egocéntricas»- les resulta muy difícil empatizar con los demás, pues no es lo mismo ver a los toros desde fuera que desde dentro. Para empatizar hay que meterse imaginariamente dentro del otro y para ello es preciso salir de uno mismo. Las personas egocéntricas son personas con tendencia a padecer sentimientos negativos que reclaman toda su atención, a fin de hacer algo por evitarlos o prevenirlos. Esa tendencia termina por producir una actitud defensiva habitual que los distancias de los demás, a quienes culpan de ser los posibles causantes del daño que produce sus afectos negativos.
¿Qué tienen en común las personas empáticas?
Por el contrario, las personas con un estado afectivo habitualmente positivo, que es un estado de paz (sin miedo ni ira) y alegría, pueden olvidarse de sí mismas y ponerse en el lugar de los demás. Este estado positivo deriva de la felicidad que produce amar y ser correspondido; por eso, se suele decir que la persona que ama es la que mejor llega a conocer al ser amado.
Así pues, la empatía requiere, además del conocimiento de cómo funciona la propia afectividad, poder controlarla para que sea positiva, para poder salir de uno mismo y meterse imaginariamente en el interior de los demás, de modo que uno pueda sentir lo que ellos sienten, entender por qué lo sienten y deducir cómo les influye en su vida interior y exterior.
La tristeza del egoísta
Las personas temerosas, inseguras, desconfiadas, que están a la defensiva, cuando tratan a los demás están tan pendientes de quedar bien, de ser aceptadas y queridas, y de evitar sufrir humillaciones, burlas o críticas, que no son capaces de olvidarse de sí mismas y ponerse en el lugar del otro para poder entender cómo se siente, por qué se siente así y cómo están influyendo sus afectos en su comportamiento social.
Es necesario poner en segundo plano el ‘yo’ para poder entender el ‘tú’. Sin ese buen entendimiento de los demás es difícil que la convivencia y la comunicación con ellos pueda ser habitualmente positiva. Por el contrario, serán frecuentes los conflictos que provocan mucho sufrimiento a ambas partes.
Dr. Fernando Sarrais. Psiquiatra y psicólogo. Autor de Entender la Afectividad (Teconté, 2018)
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