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El reto de aceptar a nuestra familia como es

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Nos casamos con la persona elegida pero es muy diferente a nosotros en una infinidad de matices. Tenemos hijos y, ya desde la cuna, descubrimos que tienen caracteres distintos, que algunos se parecen más a nosotros que otros. Y junto al temperamento, se van labrando los gustos, las afinidades, los cambios que produzca la educación.

Una familia es un lugar de convivencia perfecto en el que tenemos que aprender a amar las diferencias, sortear las imperfecciones y ayudar en las pequeñas luchas que nos hacen mejores. Y debemos empezar por nosotros mismos.

Las relaciones familiares en el entorno de lo cotidiano, es decir, incluso cuando no hay problemas añadidos, suelen encontrar un escollo en esos puntos de fricción en los que la concepción de lo que es correcto o incorrecto fluctúa en función de la persona. También se enrarecen cuando alguien hace algo mal pero la percepción del mal ocasionado es diferente para las dos partes. No se trata de caer en el relativismo moral, sino de plantearse que en las relaciones personales puede haber varias perspectivas y debemos tenerlas en cuenta.

Una revisión en tres áreas

¿Cuáles son esos aspectos que rompen nuestros esquemas? ¿Qué tipo de ‘defectos’ del otro podemos pasar por alto y cuáles no? ¿Revisamos nosotros nuestros propios defectos? ¿Hay que tratar igual los comportamientos de los hijos, a los que estamos educando, y los de la pareja? Es imposible dar una respuesta válida para todas las circunstancias, pero merece la pena detenerse a analizar cada situación que se nos plantee porque de ello depende en gran medida la paz familiar.

Se podría hacer una división en tres áreas para ver en cuáles debemos ‘hacer la vista gorda’ y en cuáles podemos tratar de hacer mejor a la otra persona. Curiosamente, suelen ser pequeños detalles los que rompen una buena relación. El tópico de que un matrimonio saltó en mil pedazos porque no se ponían de acuerdo en cómo dejar el tubo de pasta de dientes tiene algo de real. Nadie rompe una relación por eso, pero es un signo de la falta de comunicación. Y no hablar sí acaba con las relaciones.

Además, si nos obsesionamos con detalles pequeños, poco trascendentes pero llamativos, podemos acabar por colgar etiquetas inmerecidas. Esto ocurre especialmente con los hijos. Podemos catalogar a uno como ‘desastre’ porque lo olvida todo y en realidad es un genio con el que hemos enturbiado nuestra relación de padres por una nimiedad. Debemos valorar hasta qué punto nos pesa demasiado un detalle o plantearnos que, si para nosotros es muy importante y para el resto del mundo no, quizá debamos ser nosotros los que nos ocupemos. Si va a suponer un grave problema, debemos expresarlo en casa y valorar el esfuerzo que los demás hagan para contentarnos, incluso cuando no salga bien.

Un segundo bloque de elementos que podemos desear ‘cambiar’ en nuestros hijos o nuestra pareja es el de los rasgos del temperamento. Algunos rasgos del temperamento que definen a las personas, tales como introversión y extroversión, o si son racionales o más intuitivos en sus juicios y tomas de decisiones, dependen de elementos internos difíciles de modificar. Por eso es importante comprender el temperamento del otro para entender que aquello que nos ofende puede ser percibido como un rasgo positivo para quien lo hace, sin voluntad alguna, por cierto, de molestarnos.

Del mismo modo que para el aventurero, el racional es aburrido e incluso algo vago, para el racional el aventurero tendrá poca cabeza. Pero si cambian las tornas y enfrentan esas diferencias desde una perspectiva positiva, acabarán por valorar en el otro precisamente muchas de las actitudes que a ellos les faltan. De hecho, es muy frecuente que las parejas tengan temperamentos contrapuestos porque, sin saberlo, han buscado la complementariedad.

El problema surge cuando un comportamiento sobrepasa un límite razonable previamente establecido. En ese caso se necesita actuar con la maquinaria de la comunicación como arma fundamental. Aunque la otra persona se escude en que es su carácter o que se trata de un detalle intrascendente, si para alguien supone un problema grave, debe tratarlo antes de que la situación se enrarezca.

En cualquiera de los casos, la comprensión debe ser la actitud que prime en la comunicación en la familia. Porque encontraremos que en la mayoría de las ocasiones esos aspectos de los demás que no toleramos, se pueden matizar y, si no tienen solución, son más llevaderos de lo que aparentan enfocados con la perspectiva adecuada. En nuestra relación con cualquier persona de nuestra familia con la que encontremos puntos de fricción es fundamental que quede claro que el amor de padres a hijos o entre los padres no depende de esas diferencias de carácter sino que está por encima.

La clave está en la amabilidad

«Bondad» significa, según el diccionario, «cualidad de bueno; inclinación a hacer el bien, comportamiento virtuoso». Como vemos, no tiene nada que ver con ser blando, dejarse avasallar, ni tiene por qué ir en contra de la necesaria asertividad. Últimamente se leen muchos artículos sobre la bondad, la amabilidad, la empatía… El profesor de la Universidad de Wisconsin, Richard Davidson, doctor en neuropsicología e investigador en neurociencia afectiva, y considerado por Times una de las 100 personas más influyentes del mundo, apareció hace poco en La Contra de La Vanguardia afirmando:»La base de un cerebro sano es la bondad y se puede entrenar»

En 1992, el profesor Davidson había conocido al Dalái Lama, que le dijo: «Admiro vuestro trabajo, me dijo, pero considero que estáis muy centrados en el estrés, la ansiedad y la depresión; ¿no te has planteado enfocar tus estudios neurocientíficos en la amabilidad, la ternura y la compasión?»

¿Cómo entrenarnos en la bondad? Victor Küppers parte de la premisa de que todos deseamos ser felices. Enseguida nos damos cuenta de que el mundo lo pone muy, muy difícil. No solo las circunstancias y los hechos de cada día, sino también los muchos «cenizos» o personas negativas que nos rodean (puede que incluso seamos una de ellas…) Creo que ahí es donde Küppers toca la clave: se trata de cambiarme a mí mismo, no de vivir tratando de cambiar el mundo.

¿Y cómo cambio, cómo mejoro? Eligiéndolo. Eligiendo hacerlo. Yo decido: «Somos como elegimos ser. La genética influye, pero el resto depende de nosotros. Elegimos, decidimos nuestra manera de ser y esa es nuestra gran libertad, nuestro gran reto. Luchar cada día para ser la mejor persona que podamos llegar a ser, como padres, parejas, amigos, profesionales, eligiendo nuestras mejores actitudes en cada instante. Ahí está el sentido de nuestras vidas».

Para Küppers, la amabilidad tiene cuatro ventajas: además de ser gratis, hace que te sientas mejor tú, que se sientan mejor los demás y te hace mejor persona.

Entrenarnos en la bondad está en la línea de uno de los famosos 7 hábitos de Stephen Covey: Afilar la sierra. Porque habitualmente no nos damos cuenta de que dedicar unos pocos minutos a afilar la sierra puede ayudarnos a cortar los árboles en mucho menos tiempo y ganar en eficiencia. Hay muchas competencias y habilidades que podemos aprender, reaprender, recuperar, asimilar… Ser amable es, sin duda, una actitud revolucionaria en nuestro mundo.

En el libro «El poder oculto de la amabilidad«, de Lawrence G. Lovasik, se enseña que ser amable no esconde secretos mágicos ni complicados. Solo exige prestar una mayor atención a las cosas que se hacen y a cómo se hacen.

Elige ser amable y estarás eligiendo ser feliz. Y, mucho más importante: harás felices a los que tienes alrededor.

Nuria Chinchilla y María Solano

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