Categorías:

Recuperar la buena educación: camino imprescindible para la vida adulta

Tabla de contenidos

En muchas familias se ha tomado mal la medida a la necesidad de evitar los modelos educativos excesivamente autoritarios. No imponer o no gritar no puede significar dejar de educar.

Los maestros tienen ejemplos para escribir varios tomos. Los niños llegan a sus aulas cada vez peor educados. Y no se trata de los conocimientos. Para eso precisamente van al colegio. Se trata de los comportamientos. No respetan. Son indisciplinados. No aguantan. No obedecen. No toleran la frustración. Se quejan. Exigen. Lloran con facilidad. Desatan su ira ante el más mínimo contratiempo. No comparten. No agradecen. Critican. Se niegan a esforzarse.

El problema es que nos encontramos a una generación de niños y adolescentes que ha sido víctima de un potente movimiento pendular en educación. Aunque, evidentemente, no se puede generalizar, sí podemos apuntar que en la infancia de muchos de los que hoy son padres aplicaron modelos educativos autoritarios. Fue una generación marcada por una muy buena educación que, sin embargo, se había aplicado por la fuerza de la autoridad y el temor a la amenaza. Además, se prestaba mucha atención a las formas, pero se incidía mucho menos en el fondo. Y pocas veces se razonaba con los hijos para que hicieran suyo el motivo por el que los padres actuaban de determinada manera. Fue la época del «porque lo digo yo».

El problema es que la virtud está en el punto medio y hay una generación que se ha ido al extremo contrario, a una educación tan volcada en los niños, tan preocupada por sus sentimientos, que se ha olvidado de una pieza clave en el desarrollo del menor: el establecimiento de límites.

Si pedimos a unos niños que jueguen en libertad a un juego creado por ellos con la imaginación, lo primero que van a hacer es establecer las reglas del juego: quién es quién, qué puede y no puede hacer y cuáles son los límites que no se pueden traspasar. Si un niño se integra en el juego de otros, lo primero que hará será preguntar a qué están jugando y cómo se juega. Sin embargo, en educación, algunos padres no se atreven a poner límites por miedo a estar coartando la libertad de sus hijos.

Hay que tener clara la idea de que aprender a respetar límites (razonables, adecuados al objetivo y a la edad del niño) es una garantía de felicidad futura, porque el mundo funciona a base de normas que hay que cumplir y, cuanto antes se interiorice, menos costará aceptarlas. De hecho, uno de los problemas del que más se quejan quienes tratan habitualmente con niños y adolescentes es su escasa capacidad de resiliencia. Si se cansan o no obtienen un rédito inmediato de una acción, tienden a protestar y a abandonar. Son poco constantes porque se aburren rápidamente de cualquier actividad que requiera esfuerzo. Y buscan tareas con poco esfuerzo y gratificación inmediata, como navegar por sus redes sociales.

Aguantar. Ese es uno de los retos de la educación. A aguantar se aprende de muchas maneras, con pequeños ejercicios que no hace falta forzar porque ya los pone la vida cotidiana: llevar una mochila que pesa más de la cuenta, aprender a no quejarse cuando hace calor, esperar hasta llegar a casa para beber agua cuando salen del colegio, tener paciencia hasta que llega su turno en el baño, tomarse el yogur que ha tocado, ir a una visita que no les apetece, acompañar a un hermano a un recado… Pero hoy, en ese cuidado excesivo a los más pequeños, se tiende a preguntar si les apetecerá o no cada cosa que tienen que hacer.

El respeto a los demás es también un elemento que se está perdiendo en la educación de los niños. Se les cría como el centro de atención y no aprenden que, en determinadas circunstancias, sus preferencias o sus necesidades no serán la prioridad. Este es un ejemplo muy elocuente del movimiento pendular: de ocupar el último lugar en la familia y en su entorno -un error-, los niños han pasado a ocupar el primero cuando no el único desbancando al resto. El respeto a los demás pasa por enseñar a los niños a ponerse en el lugar del otro para saber qué puede resultar molesto o inadecuado en su comportamiento, para comprender que sus acciones tienen consecuencias en los demás. Tienen que aprender el balance entre expresar sus sentimientos y guardarlos cuando sea lo más adecuado.

Los mayores. Si mejorar la educación para favorecer la convivencia es relevante, aún lo es más que el respeto sea la tónica cuando los niños tratan con adultos. Las costumbres de civismo tradicionales se han perdido en este sentido: los menores prácticamente no saben usar el «usted», ni siquiera en los colegios se percibe ese respeto especial al profesor, a los padres tampoco se les trata con la suficiente deferencia y no se enseña a niños y adolescentes cómo deben dirigirse a otros adultos fuera del entorno familiar. Estas normas de civismo no tienen como fin el sometimiento de los menores porque sí, sino que ayudan a que los niños aprendan de determinados modelos de referencia, respeten el valor que da la experiencia y se dejen aconsejar.

 

Otros artículos interesantes