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Las familias evolucionan: el reto de cambiar de etapa

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Las familias evolucionan a medida que superamos etapas para introducirnos en otras, más sencillas en algunos aspectos, más complejas en otros. En las fases de transición, los retos que se nos plantean merecen una pequeña reflexión para acertar con la mejor forma de afrontarlos.

La decisión más importante

El noviazgo es, en apariencia, una etapa en la que la pareja aún no es «familia», pero lo cierto es que como bien explica María Álvarez de las Asturias en Una decisión original, ocurre lo contrario: es de un buen noviazgo, bien vivido y llevado, de donde sale un buen matrimonio y una buena familia.

El paso del noviazgo al matrimonio supone un cambio muy brusco de etapa porque dejamos el entorno seguro de la familia de origen para adentrarnos en el desconocido de la familia que está por surgir. Y eso implica la necesidad de mucha flexibilidad en la pareja para ir conformando, a base de pequeños detalles, las nuevas características del nuevo hogar.

El reto consiste en evitar que las costumbres de las familias de origen, su presencia en la vida del matrimonio, su participación en la toma de decisiones, supongan un problema. Hay que conseguir mantener un equilibro entre el cuidado de los padres y del nuevo matrimonio.

Somos tres

De pronto, dos que están muy bien organizados y sincronizados, que se dedican el tiempo que necesitan el uno al otro, que tienen muy bien estructurado el esquema de su vida, se convierten en tres y la paternidad viene a alegrar sus vidas, a llenarlas de felicidad, pero también a trastocarlas por completo. Los horarios saltan por los aires y lo que parecía importante ha pasado a ser secundario. El recién llegado se convierte en el centro de atención alrededor del que gira toda la organización de la casa y la dedicación es intensiva. Queda poco tiempo para lo demás y, si sobra algo, la pareja está tan necesitada de sueño, que es difícil pensar en cualquier otro plan.

El reto consiste en cuidar del matrimonio y ser capaces de combinar el nuevo papel de padre y madre con el antiguo de pareja. Para lograrlo es muy importante reflexionar sobre la trascendencia de la comunicación interpersonal profunda y, en el terreno más práctico, reservar tiempos, por breves que sean, para cuidar el uno del otro.

La personalidad de los hijos

Si bien es cierto que los niños muestran su personalidad desde el mismo momento en el que nacen, los primeros compases de su vida están marcados por unas rutinas que no permiten descubrir esas características. Todo consiste en dormir, comer, cambiarlos y vuelta a empezar. Y lo que percibimos es si un niño es más o menos llorón, comilón o dormilón, pero pocos rasgos de su carácter traslucen en ese momento.

Sin embargo, a medida que se acercan a la primera infancia, los niños nos van desvelando los rasgos propios de su carácter que van a ir conformando su forma de ser, rasgos que, como padres, necesitamos conocer para poder modelar y prepararlos para la vida adulta. Llega la época en la que los hábitos se hacen virtud: como aprender a dar las gracias o a pedir las cosas por favor, como interiorizar pequeños gestos de ayuda a la familia… Y también la que definirá en buena medida la forma en que nuestros hijos se enfrenten a la frustración. La resiliencia se conquista con esfuerzo y este momento es el que nos permitirá enseñar a nuestros hijos a superarse a sí mismos.

El reto consiste en educar en el cariño para lograr un apego fuerte y, al mismo tiempo, ayudar a los niños a aceptar su propia frustración ante las circunstancias que les son adversas para aportarles una mayor resiliencia. Aceptar en un niño que triunfe, por ejemplo, en una rabieta, significa haberlo hecho menos capaz de enfrentarse a sus propios problemas el día de mañana. De modo que, aunque resulte duro, es mucho mejor un rato de llanto que una vida sin fuerza de voluntad.

Soltar amarras

Cuando se acercan a la adolescencia, los hijos piden más ámbitos de libertad, dejar de hacerlo todo a nuestro lado, tener independencia y capacidad de decisión, pasar más tiempo con los amigos sin nuestra vigilancia. Esta etapa es muy complicada para los padres porque se mezclan sentimientos difíciles de valorar y la incertidumbre complica la toma de decisiones: nos produce miedo lo que les pueda ocurrir, nos llena de dudas saber cuál es el momento adecuado para dejarlos por su cuenta y somos conscientes de la necesidad de ir soltando amarras.

El reto consiste en dialogar mucho dentro del matrimonio para ir estableciendo las pautas claras antes de que lleguen las previsibles solicitudes. Por ejemplo: este año le dejamos ir solo al colegio o al entrenamiento o con unos amigos cerca de casa. Además, debemos dejar muy claros los límites que no se pueden transgredir para que así, en lugar de castigar presas del enfado cuando consideramos que lo han hecho mal, sean los propios hijos los que conozcan las líneas rojas y admitan las consecuencias de rebasarlas.

Mayores, pero no independientes

Dice el refrán que «hijos pequeños, problemas pequeños; hijos grandes, problemas grandes», y cuando las familias ya han superado la etapa más «cansada físicamente» y los hijos llegan a ese limbo cada vez más largo que media entre la mayoría de edad y su independencia real. Se sienten mayores, consideran que no tienen que dar cuenta de sus vidas, hasta quizá disponen de su propio dinero porque ya realizan algún trabajo, pero están muy lejos de la plena independencia económica y viven aún de los padres cuando no con los padres.

El reto consiste en mantener esa relación de padres e hijos, pero con un discurso en el que comprendemos que la conversación es la propia de dos adultos y que solo la razón va a funcionar para alcanzar acuerdos y decisiones. El equilibrio es muy complejo en estas circunstancias porque esta situación de hijos adultos, incluso con trabajo, pero sin ingresos suficientes como para independizarse, genera enorme frustración y tiene difícil solución en el actual panorama económico.

Su casa no es mi casa

Se marchan, se independizan, y de pronto echamos de menos a los niños que fueron y nos preocupa enormemente todo lo que les ocurra en su vida cotidiana: si estarán comiendo bien, si descansan lo suficiente* Entonces corremos la tentación de vivir una vida paralela a la nuestra y organizar la suya.

La situación se agrava cuando los padres intervienen en exceso en el matrimonio de sus hijos hasta el punto de convertirse en una triste causa habitual de divorcios, porque la pareja no consigue desvincularse de sus hogares de origen.

El reto consiste en ayudar siempre desde la distancia, escuchar más que hablar y dar consejos solo cuando los piden, aceptar que hay otras maneras de organizar la vida cotidiana y evitar el juicio constante. Y no es nada sencillo, pero hace falta que los hijos tengan tiempo para conformar su propia identidad de adultos.

Cuidadores otra vez

Cuando los hijos ya están «encauzados», llega el momento de ocuparse de los padres. El matrimonio tiene una nueva situación que plantea también nuevos retos porque, si bien hay más tiempo disponible, también hay menos fuerzas. Si sumamos esta circunstancia al llamado síndrome del nido vacío, nos encontramos ante una situación que puede hacer peligrar la estabilidad del matrimonio si no le dedicamos el tiempo suficiente y retomamos la iniciativa en una etapa con muchas diferencias de las anteriores.

El reto consiste en aunar nuestros compromisos familiares con mayores y nietos, superar la sensación de vacío en el hogar, volver la mirada a la pareja reservando los mejores momentos y, al mismo tiempo, adaptarse a las nuevas circunstancias de la vida cotidiana de cada uno.

Alicia Gadea

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