Más allá de los típicos tópicos de si el mayor es más responsable o el pequeño está más mimado, y de estudios más o menos acertados como los que en su momento llevó a cabo Freud, los padres somos conscientes de que no educamos por igual a todos nuestros hijos. Naturalmente, el amor no es distinto, pero las características de cada uno, las circunstancias personales y familiares y el aprendizaje que tenemos como padres hacen que se produzcan diferencias.
Nadie pondría en duda que, en una casa con varios hermanos, queremos igual a todos nuestros hijos. Pero basta pararse a pensar cinco minutos en cualquier familia con más de un hijo para darse cuenta de inmediato que no todos están educados igual, que los padres fueron diferentes con unos y con otros. Si sacamos esta conversación en cualquier charla de café, descubriremos que son muchos los tópicos sobre la materia. Se habla de la mayor responsabilidad del primero, del efecto sandwich en los de en medio y de la tendencia de los pequeños a valerse de por vida de su situación. Pero, ¿hay realmente un patrón definido en la educación de los hijos en función de la posición que ocupen?
Se han llevado a cabo numerosos estudios que tratan de objetivar mediante un método científico estos cambios en la educación en función del orden de los hermanos. Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, dedicó una parte de su atención a este tema porque consideraba que tenía una innegable influencia sobre la personalidad. Y se pueden establecer algunas características comunes que comparten los hijos mayores, los medianos o los pequeños; los únicos o los de familia numerosa; los que se llevan poco y los que se llevan mucho. Pero es aún más interesante analizar en qué cambiamos los padres y cómo influye en nuestra manera de educar.
Los cambios que experimentamos los padres se podrían englobar en cuatro áreas diferentes. En primer lugar, los adultos, como los niños, estamos en constante evolución y eso genera que no percibamos de igual modo la realidad en un momento o eh otro de nuestra vida. Además, probablemente haya cambiado también nuestro entorno con lo que supone para el cuidado de la familia. Y tendremos que adaptar nuestros presupuestos educativos a la circunstancia cambiante de nuestro propio hogar porque la llegada de más hijos supone una importante transformación. Por último, como nos explica la neurocientífica Maite J. Balda en la sección coleccionable que acompaña a este número, el temperamento de cada hijo y el específico de los padres interviene de manera decisiva en la educación.
Los padres también cambiamos
Cuando unos padres primerizos reciben a su recién nacido en el hospital, cuando llegan a casa y tienen que organizar su vida, tan feliz como vuelta del revés de la noche a la mañana, posiblemente experimentarán algunas sensaciones que solo se viven con el primer hijo. Los nervios por todo lo que se nos viene encima y la ansiedad por la sensación constante de no saber si estamos haciendo lo correcto en cada caso son realidades muy habituales que se experimentan en los primeros compases de la paternidad y que después desaparecen con el resto de los hijos. Así, es inevitable que haya diferencias en la educación de un primer hijo respecto a los demás porque los padres también cambiamos. La tranquilidad con la que se recibe un segundo, tercer, cuarto hijo se transmite al bebé tanto como la inquietud respecto al primero.
Esa tranquilidad a la hora de dar de comer, gestionar los horarios de los baños o llevar a dormir al bebé, también se adentra en otras cuestiones que muestran cómo los padres cambiamos y educamos de forma diferente. Es muy habitual que antes de la llegada del primer hijo y en los primeros años de vida, los padres busquen mucha información y presten una gran atención al desarrollo del bebé en áreas como la psicomotricidad. Como disponen de tiempo y se sienten muy motivados, posiblemente dedicarán parte de su jornada a desarrollar determinadas capacidades de los niños. Pero esta implicación se va perdiendo con los nuevos hermanos que, sin embargo, se enriquecen con el ejemplo de los mayores.
Otro cambio habitual en los padres a medida que tienen más hijos se refiere a los límites. Los nervios de los padres primerizos generan habitualmente miedos que transmiten a sus hijos. Al comprobar que esos miedos normalmente no son fundados, a los siguientes hijos se les concede más libertad. Esto puede redundar en una mayor autonomía de los pequeños. Sin embargo, llevado al extremo, los padres pueden caer en el error de no imponer límites. Quizá hayan comprobado que se transgreden menos de lo que creían, pero un niño que crece sin límites tiene más problemas de socialización y puede sentir que sus padres no se preocupan lo suficiente por él.
Cuando las circunstancias cambian
Son muchos los aspectos en los que no educaremos igual en función de circunstancias ajenas al entorno familiar. Por ejemplo, la rigidez con los horarios de comida puede variar en función de la organización cotidiana de los padres. O las siestas de los recién nacidos se tendrán que adaptar a los ritmos escolares de sus hermanos mayores.
Incluso la estructura de la vivienda se convierte en un elemento que afecta al modelo educativo que apliquemos. Si un hijo mayor comparte habitación con un bebé de pocos meses, es posible que nuestros criterios educativos respecto al sueño del bebé se vean influidos por las necesidades del mayor: no podemos dejar llorar a un recién nacido en mitad de la noche si eso va a perturbar el necesario sueño de su hermano.
A lo largo de nuestra vida se pueden producir otros cambios que generen transformaciones en nuestra manera de educar: desde un nuevo puesto de trabajo más demandante hasta una casa que haga necesario coger más el coche. Todos estos factores externos tienen impactos educativos.
Alicia Gadea
¿Educamos los padres igual a todos los hermanos?
- Hacer Familia
- 4 de marzo de 2020
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