Amar a cada hijo es conocerlo, con sus virtudes y también con sus defectos, acompañarlo en su desarrollo, porque cada hijo es distinto en cada momento. Solo desde ese amor estaremos preparados para darle la educación que realmente necesita en ese momento. Nos lo explica el profesor Tomás Melendo.
Planteando el asunto del modo más hondo y radical posible, las claves de la educación, y de todas las tareas que lleva consigo, se encierran en un solo término: amar (amar ¡bien!), que sería entonces ‘la clave de las claves’, y en los dos corolarios que de ahí se siguen:
El primero es aprender a amar, sin nunca, nunca -en contra de lo que a menudo sucede- dar por supuesto que uno ya sabe hacerlo. Y, en segundo lugar, sin imaginar tampoco que vamos a lograrlo como por arte de magia, sin poner de nuestra parte cuanto fuere necesario para ser mejor persona y, como consecuencia, poder querer cada vez más y mejor.
Pero ¿de qué tipo de amor estamos hablando?
Amor real y auténtico. Lo primero que los padres necesitan para educar es un verdadero amor a sus hijos: querer efectiva y eficazmente su bien, el de cada uno de todos esos hijos.
Según G. Courtois (1982), la educación requiere, además de «un poco de ciencia y de experiencia, mucho sentido común y, sobre todo, mucho amor». Con otras palabras, es preciso dominar algunos principios pedagógicos y obrar con sensatez, pero sin suponer que baste aplicar una bonita teoría para obtener seguros resultados. Todo ello sería insuficiente sin el elemento indispensable de un amor auténtico y cabal.
Cosa que se aplica tanto a los padres como a los educadores de profesión: maestros y profesores. Así lo sugieren las siguientes palabras de Francisco Gómez Antón, catedrático con muchos años de experiencia universitaria y gran éxito en el ejercicio de su profesión. Cuando le preguntaron por el secreto de su triunfo en las aulas, contestó: «Para dar una buena clase hay que hacer muchas cosas. La primera de ellas, querer mucho a los alumnos».
Y lo que se afirma de una buena clase puede sostenerse, con igual o mayor motivo, de cualquier labor de instrucción; y, aún con más propiedad, de las más estrictamente educativas o de formación personal. Tanto el conocimiento como la adquisición de virtudes se facilitan enormemente gracias a la relación personal con nuestros alumnos o, en mayor proporción todavía, con nuestros hijos. Es decir, en la misma medida en que nos ponemos íntimamente en juego al tratar con ellos y les dedicamos el tiempo que cada uno necesite, anteponiéndolos a cualquier otra actividad. Solo entonces los queremos con un amor real, inteligente y vigoroso, que torna también eficaz el quehacer educativo.
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Hay que querer mucho a quienes pretendemos educar
Y hay que ser perspicaces. ¿Por qué? Entre otros abundantes motivos, porque cada niño o niña -justo por su condición de persona- es una realidad absolutamente irrepetible, distinta de todas las demás. No se trata de un caso entre muchos. De ahí que ningún manual sea capaz de explicarnos ese presunto caso concreto.
Hay que aprender, pues, a modular los principios a tenor del temperamento, la edad y las circunstancias en que se encuentren los chicos. Y tener muy en cuenta que lo que en este preciso instante puede ser oportuno e incluso imprescindible para uno de ellos, en otro momento y en otra situación ha de ser evitado a toda costa, incluso para ese mismo hijo.
Pero solo el amor permite conocer a cada uno de nuestros hijos tal como es hoy y ahora y actuar en función de ese conocimiento. Aun concediendo la parte de verdad que encierra el dicho que asegura que «el amor es ciego», resulta mucho más profundo y real sostener que es agudo y perspicaz, clarividente. Y que, tratándose de personas, solo un amor auténtico nos capacita para conocerlas con hondura y tratarlas en consecuencia: personalmente.
Ese amor tiene que ser concreto. De hecho, será el amor el que enseñe a los padres a poner en práctica una de las claves más importantes de toda la educación: lo que ha solido llamarse «educar en positivo», cuyo principio fundamental consiste en descubrir -y, si es necesario, poner por escrito, con sus nombres propios, para que queden bien claras y para repasarlas cuantas veces fuere conveniente- las cualidades que deben potenciar en cada uno de sus hijos, en lugar de fijarse e insistir monótona, reiterativa y exclusivamente en la corrección de sus defectos.
Por ejemplo, es muy acertado saber cuál de nuestros hijos está más dispuesto a hacer recados o a acompañar y cuidar a un hermano pequeño; a cuál se le dan mejor los arreglos de la casa; a cuál le gusta echar una mano en la cocina… para ofrecerles la oportunidad de ejercitar aquello con lo que disfrutan y con lo que ayudan al resto de la familia. Para educar, es imprescindible conocer bien las cualidades de cada hijo.
Prof. Dr. Tomás Melendo. Catedrático de Filosofía (Metafísica) de la Universidad de Málaga.Doctor en Ciencias de la Educación y doctor en Filosofía.Presidente de la Asociación Edufamilia (edufamilia.com)
Bibliografía recomendada.
Courtois, G. (1982). El arte de educar a los niños hoy. Sociedad de Educación Atenas, Salamanca.
Melendo, T. (2018). El encuentro de tres amores. Palabra, Madrid.
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