Solo un amor auténtico y desprendido sabe descubrir la verdadera grandeza y las aptitudes de cada uno de nuestros hijos y, sin necesidad de excesivas palabras, ponerlas ante su vista, como el ideal al que han de aspirar.
Cuando ese amor no es lo suficientemente hondo y desinteresado, fácilmente dejaremos de percibir lo mejor que hay en ellos, les transmitiremos la impresión de que valen más bien poco y los incitaremos, sin advertirlo ni pretenderlo, a adecuar su comportamiento a esa imagen degradada y empequeñecida.
Animar y recompensar a los hijos
El niño es muy receptivo. Si se le repite con frecuencia que es un maleducado, un egoísta, un vago que no sirve para nada, se creerá y será verdaderamente maleducado, egoísta e incapaz de realizar tarea alguna, «aunque no fuera -suelo explicar, con una punta de humor y de ironía- sino para no defraudar a sus padres».
Análogamente, si, por una excesiva insistencia en sus defectos e ignorancia de lo que realiza bien, damos la impresión de que solo estamos con él para regañarle, continuará actuando mal, sin ser consciente de ello, con el único fin de seguir recibiendo la atención que necesita.
Paradójicamente, las regañinas se transforman entonces en refuerzo psicológico para aquellos modos de obrar que pretendemos que evite.
El efecto espejo
Por lo común, es mejor que el chico tenga un poco de excesiva confianza en sí mismo, que demasiado escasa. Cosa que conseguiremos si logramos hacerle apreciar que nuestro amor es -de veras, ¡nunca por táctica! – incondicional, es decir, incondicionado e incondicionable. Y que, por consiguiente, aunque deseemos que dé lo mejor que sí, en ningún caso le retiraremos nuestro afecto si, por falta de fuerzas, de capacidad o de interés… ¡o por mala voluntad!, no alcanza tales niveles o incluso comete una o mil barbaridades.En consecuencia, si lo vemos recaer en algún defecto, resultará más eficaz una palabra de ánimo que echárselo en cara y humillarlo.
Mostrar al hijo que confiamos en sus posibilidades, lo que lleva consigo el esfuerzo previo de descubrirlas e incluso, si es el caso, de ponerlas por escrito y repasarlas con frecuencia -como ya apunté-, o el de pedir a nuestro cónyuge que «nos pase revista de ellas» cuando lo vemos todo negro, constituye para él un gran incentivo. En efecto, el pequeño -como, con matices, cualquier ser humano- se encuentra impulsado a llevar a la práctica la opinión positiva o negativa que de él se tiene y a no defraudar nuestras expectativas al respecto.
No olvidemos que los hombres somos los únicos seres que obramos no según lo que somos, sino de acuerdo con lo que creemos que somos o, incluso, con lo que creemos que creen que somos y, por tanto, con lo que (creemos que) esperan de nosotros.Por consiguiente, si damos por supuesto que nuestro hijo o nuestra hija no va a ordenar su habitación antes de salir de casa, estaremos animándolo a dejarlo todo por medio.
Por el contrario, si sabemos comunicarle con gracia y con picardía nuestro convencimiento de que es capaz de dejar su cuarto arreglado, y que eso nos hace muy felices, es bastante probable que, poco a poco, vaya ordenando mejor sus cosas.
Y lo mismo en los restantes aspectos. Hacerle saber que estamos seguros de que puede esforzarse más en los estudios, lo acabará conduciendo a hacer ese esfuerzo.Dar por descontado y mostrar nuestra alegría por el hecho de que, cuando salgamos de casa, atenderá con cariño a su hermano o hermana menor, le animará a prestarle atención…
Con dos condiciones:
a) Que lo que demos por supuesto sea algo que realmente pueden llevar a cabo, aunque sea con esfuerzo, y no algo absolutamente imposible para él o para ella.
b) Que nuestra convicción sea sincera -porque de veras confiamos en nuestros hijos- y no una mera táctica para lograr unos objetivos que nos hagan la vida más cómoda.
Como siempre, el principio radical, en educación, es el amor real a nuestros hijos.
Tomás Melendo. El encuentro de tres amores, (Palabra)
Te puede interesar:
– 5 comportamientos actuales de mala educación
– Un adolescente en casa: la inseguridad