Si alentamos un modelo educativo basado en recompensar todo lo que hagan bien nuestros hijos, no sabrán apreciar que el verdadero valor está en el esfuerzo realizado y en la satisfacción personal.
Cuando educamos, debemos fomentar cualidades más que corregir defectos. Y nuestra tarea no es premiar esas cualidades, sino enseñarles la belleza que esconde el ser buenos para que les sirva de motivación personal.
Al alentar y elogiar lo que han hecho bien es preferible estar más atentos al esfuerzo realizado que al resultado obtenido. En principio, y en contra de una actitud hoy demasiado frecuente, no se debe recompensar al niño por haber cumplido un deber o por haber tenido éxito en algo si el conseguirlo no le ha supuesto un empeño muy especial.
La paradoja de los premios y de los regalos a los niños
Un regalo por unas buenas calificaciones, pongo por caso, es deformante. Las buenas calificaciones -con lo que implican de crecimiento personal-, junto con la demostración de nuestra alegría por ese resultado, deberían ser ya un premio que diera suficiente satisfacción al niño.
Tampoco es bueno multiplicar desmesuradamente las gratificaciones. Por un lado, porque se enseña al niño a actuar no por lo que es bueno en sí mismo, sino por la recompensa que él recibe: o, lo que es idéntico, se le incita a pensar más en sí mismo (en su recompensa) que en los otros; en definitiva, a anteponer el amor propio desordenado al amor hacia los demás, que es donde se cumple la auténtica perfección de cualquier persona y, como consecuencia, se va alcanzando la felicidad.
Y, además, porque cuando tales ‘premios’ vinieran a faltar, el pequeño se sentirá decepcionado: recompensar reiteradamente lo que no lo merece equivale a transformar en un castigo todas las situaciones en que esa compensación está ausente.
Resulta más eficaz felicitar a tus hijos a tiempo
Lo cual no significa que no mostremos la satisfacción que nos produce el que nuestros hijos actúen como deben. Al contrario, esa manifestación, tras cada nuevo logro -sobre todo cuando el hijo es muy pequeño-, constituye el apoyo imprescindible para ayudarle a mantenerse en el buen camino. Conviene, por tanto, estar atentos para que nunca falte.
Resulta mucho más eficaz felicitar a un hijo ‘a tiempo’ por haber realizado ya dos de los diez problemas -o las sumas o las multiplicaciones- que componen sus deberes, cosa que le lleva a enfrentarse con renovado brío con los que siguen, que echarle en cara -tras no haberle ofrecido antes la atención que merecía- el que ‘todavía no haya terminado’ cuando a duras penas y con tremendo esfuerzo ha logrado, sin nuestro aliento, resolver los cinco primeros ejercicios.
No obstante, hay que intentar conseguir, de manera progresiva y sin impaciencias, que las metas alcanzadas le vayan sirviendo por sí mismas como refuerzo para la consecución de las que siguen. Y situar siempre por delante el que cumpla con su deber que el que se muestre alegre o descontento.
En definitiva, conviene no olvidar una ley básica: educar a alguien no es hacer que siempre se encuentre (superficialmente) contento y satisfecho por tener cubiertos todos sus caprichos o deseos, sino ayudarle a sacar de sí (educir), con el esfuerzo imprescindible por nuestra parte y la suya, toda esa maravilla que encierra en su interior y que lo encumbrará hasta la plenitud de su condición personal, haciéndolo, como consecuencia, muy dichoso.
Tomás Melendo Granados. Autor de El encuentro de tres amores (Palabra, 2017). Director del Máster en Ciencias para la Familia UMA-Edufamilia.com
Te puede interesar:
– Elogios sí, pero con moderación
– El valor del esfuerzo en la educación infantil