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¿Cómo saber si estoy sobreprotegiendo a mis hijos?

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El concepto de sobreprotección depende enormemente de las circunstancias que rodean la vida de nuestros hijos. Si preguntamos a un padre que está teniendo una actitud sobreprotectora con un hijo el motivo por el que actúa así, la principal respuesta con la que nos encontraríamos es que no le cuesta nada ahorrarle a su hijo ese pequeño sufrimiento. Y es cierto.

La sobreprotección no tiene que ver con actitudes heroicas para salvar la vida de nuestros hijos. Eso sería protección. Tiene más que ver con pequeños gestos que a veces nos pasan inadvertidos y que restan capacidad de autonomía y responsabilidad a nuestros hijos.

Gregorio García, director pedagógico del Colegio Alameda de Osuna, en Madrid, nos alerta de algunas actitudes sobreprotectoras. Por ejemplo, si nos damos cuenta de que nuestro hijo no ha hecho los deberes, nos es muy sencillo resolver la situación: le recordamos que tiene que hacer los deberes y, si es muy tarde, le ayudamos para que no se le eche el tiempo encima. Le habremos ahorrado una reprimenda de sus profesores al día siguiente, pero no habremos conseguido que se responsabilice de sus tareas la próxima vez.

«No podemos justificar las faltas de nuestros hijos», explica García. Lo único que conseguimos es que no logren ser más responsables. Y menos aún debemos criticar a los profesores o al centro educativo por las medidas que tomen con nuestros hijos. No solo estaremos quitándoles autoridad a las personas que colaboran con nosotros en su correcta educación, sino que también les daremos razones para mantenerse en su posición. Tenderán a justificar su mal comportamiento porque aprenderán a buscar la culpa en los demás.

Lo malo de estas situaciones es que, de la misma manera que los buenos hábitos se consolidan, las actitudes negativas también lo hacen y tienden a enquistarse, entran en círculos viciosos que son difíciles de romper. De modo que los padres debemos plantearnos que, ante una situación tan poco relevante en apariencia como llevar al colegio una mochila olvidada o comprar la golosina que nos demandan, estaremos generando en ellos el hábito de responder a los instintos más primarios.

Salir de la zona de confort

Sin embargo, si les enseñamos a aceptar esas pequeñas cuotas de frustración, les enseñamos a aceptar frustraciones mayores, hacerse responsables de su vida y solventar los problemas que en ella irán apareciendo.

Pongamos un ejemplo: Lucas empezó el verano con un miedo exagerado a la piscina. Es normal a su edad, a pesar de que tiene nociones suficientes para mantenerse a flote después de dos años de natación. Lucas mira desde el borde de la piscina cómo su padre juega con sus hermanos y sus primos a lanzarlos por los aires. Los niños salen felices, entusiasmados, gritando contentísimos «otra vez, por favor, otra vez». Lucas pide su vez, pero exige que no lo tiren por los aires. Solo que lo depositen en el agua. Y claro, es mucho menos divertido. Mira con ilusión cómo se lo pasan los otros. Reflexiona. Se vence a sí mismo. Y por fin le pide al padre que lo tire por los aires. Se lo pasa en grande y ya no hay manera de pararlo. Ahora es él el que pide constantemente «otra vez».

Cuando termina la jornada, Lucas toma conciencia de su realidad: «antes me daba miedo y ahora lo hago yo solo y me encanta». Empieza a asociar ese «crecimiento personal» con otras situaciones similares en su vida, situaciones en las que ha sido capaz de salir de su zona de confort, de las costumbres que tenía, con las que se sentía cómodo y seguro, para dar un paso más allá.

Evitar la sobreprotección de nuestros hijos es la única manera de permitirles salir de sus zonas de confort. Como padres, eso supone en muchas ocasiones saber que se están enfrentando a miedos y ansiedades, que van a tener un momento, más o menos largo, en que lo pasarán realmente mal. Sin embargo, nos debe quedar la tranquilidad de saber que, en el largo plazo, esa frustración superada dará frutos mucho mayores.

Autónomos, responsables y generosos

Una vez que nos hemos concienciado de que los niños no deben estar sobreprotegidos, logramos de ellos que sean autónomos y responsables con aquello que les concierne: su higiene personal, sus estudios, el orden de su cuarto, sus compromisos… Pero todo eso conforma una visión individualista del mundo, centrada en ellos mismos. Y necesitamos que den un paso más: el de hacer cosas por los demás.

El primer paso consiste en lograr que lleven a cabo acciones que no solo les beneficien a ellos. Lo podemos lograr, por ejemplo, facilitando el trabajo en el equipo, de modo que comprendan que lo que uno aporta redunda en beneficio de todos. También mediante tareas domésticas, como poner y quitar la mesa o sacar la basura.

Pero queda aún un escalón más en nuestra labor por educarlos en la generosidad: necesitamos que piensen en los demás antes que en ellos. Para conseguir este reto, tienen que aprender que la compensación al esfuerzo no se encuentra en un rédito directo sino en la satisfacción por poder ayudar al otro. Esto se consigue mediante el constante reconocimiento de padres y profesores a las actitudes generosas de los niños y adolescentes.

María Solano
Asesoramiento: Gregorio García, director pedagógico del Colegio Alameda de Osuna, en Madrid.

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