Un alumno puede ir a clase todos los días, sus padres pueden preocuparse por su educación y sus profesores esforzarse por transmitirle sus conocimientos, pero si no quiere educarse, de nada servirá el empeño de los demás. La motivación es un factor fundamental para cambiar su actitud dentro y fuera del aula, pero para ello hay que saber cuáles son los motivos que le mueven.
El objetivo de la educación de una persona es conseguir su plenitud. Esta frase resulta sencilla de articular, pero se complica a la hora de aplicarla. Los pedagogos José Bernardo Carrasco y Juan José Javaloyes explican en su libro Motivar para educar. Ideas para educadores: docentes y familias (Narcea, 2015) que son los valores los que «dinamizan el proceso educativo hacia el deber ser, como fin objetivo de la conducta humana».
Estos valores se inculcan en casa, en familia, pero también deben continuar en el colegio para evitar lo que ellos llaman «esquizofrenia educativa». Este problema surge cuando los padres no se implican en la vida educativa y escolar, a pesar de que tanto padres como profesores y colegios son importantes agentes educativos, sin olvidar que el primero siempre será el alumno.
Por el contrario, una buena relación entre padres y educadores converge en una «motivación excepcional» y permite una educación personalizada. Además, Carrasco y Javaloyes aseguran en su libro que «la calidad de las escuelas, como apuntan muchas investigaciones, está directamente relacionada con la implicación de los padres en la vida de los centros de enseñanza» y evita el «mercantilismo de la educación». Esta visión comercial se contrapone a la educación personaliza que tiene en el centro a la persona, con lo que ello implica y sin perder de vista sus principios y dimensiones (corporal, temporal y espacial, afectiva, volitiva e intelectiva).
La educación personalizada de la que hablan estos pedagogos debe atender a cómo «educar la persona, educarla como persona, educar toda la persona y educar cada persona». Una vez que el educador tiene claro estos conceptos, resulta más sencillo abordar los motivos del ser humano y trabajar en ellos.
Los tres pilares de la motivación
Las motivaciones de una persona para actuar se sustentan sobre tres pilares: la seguridad, la dignidad y la solidaridad. El primero de ellos, la seguridad, empieza en uno mismo y es el paso necesario para conocer las virtudes y limitaciones, para aceptarse y dar el paso necesario para cambiar y, también, para superar las barreras del miedo.
Además, también existe una seguridad respecto a los demás, que permite evitar la dependencia de otras personas y generar confianza. Por último, los autores también hablan de una seguridad de la dimensión trascendente.
La dignidad, por su parte, es «un valor supremo» que refuerza la conciencia de sujeto «frente a las cosas, frente a los demás y respecto a sí mismo». La dignidad deriva en el reconocimiento del autoconcepto, la autoestima y el autocontrol.
El tercer motivo que mueve a actuar a la persona es la solidaridad, como valor y como sentimiento.
Estos tres motivos acompañan al ser humano a lo largo de toda su vida, por lo que tanto las familias como los educadores deben empezar a ocuparse de ellos desde las primeras etapas. Carrasco y Javaloyes recomiendan explotarlos en el aula a través de la necesidad del logro, la curiosidad, el reforzamiento, la relación causa-efecto y la disonancia cognitiva. Así, el alumno sentirá la necesidad de automotivarse y de querer educarse.
Victoria Molina
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