Mar Romera es maestra con mayúsculas y como dicen algunos «maestra de maestros». Tambíén es presidenta de la Asociación Pedagógica Francesco Tonucci y cuenta hasta con un colegio que lleva su nombre en Málaga. Conferenciante e incansable defensora de la familia como primera escuela de las emociones de los niños, recorre todo el país haciendo vibrar con su discurso y sus ideas a docentes y familias.
Acaba de publicar La escuela que quiero (Destino) desde la experiencia de haber trabajado en todas las etapas educativas: Educación Infantil, Primaria y Secundaria, y Formación Profesional y Universidad. Es experta en inteligencia emocional y está licenciada en Pedagogía y Psicopedagogía.
Así es la escuela que yo quiero
P. ¿Qué necesita el profesorado para realizar una innovación educativa real?
R. Pienso que la escuela educativa del siglo XXI es aquella que pelea el ser y no el saber y, por tanto, el profesorado lo que necesita es formarse en «ser». Entiendo que el profesorado necesita desarrollar su propio equilibrio emocional para convertirse en referente de los niños y de las niñas. Un cambio en nuestro sistema no vendrá desde la cantidad de metodologías nuevas. Y es verdad que hay pedagogías maravillosas, pero, como me dijo una vez mi hija siendo muy pequeña: «mamá, las cosas que hoy inventéis contárselas solo a los profes buenos. Que los profes malos con las cosas nuevas son todavía peores». Fue una sentencia lapidaria que me hizo pensar mucho, como el día que me dijo: «no pongáis más pizarras digitales» Y al preguntarle el por qué, con diez años me contestó «porque los profes malos van aún más rápido». La transformación viene del ser y, como dijo José Antonio Fernández Bravo, «necesitamos educar el cerebro del que aprende y no desde el cerebro del que enseña».
P. ¿Cómo evolucionar hacia el cambio?
R. El cambio vendrá de las escuelas que se ocupan del ser, de las escuelas que mantienen la calma, que abren ventanas al mundo y que provocan la curiosidad al alumnado. Un buen docente con una mala metodología, hará un buen trabajo. Un mal docente con una buena metodología, hará un mal trabajo. Por tanto, tenemos que ocuparnos de las personas, dignificar la profesión, colocarlos en el lugar en el que están, transformar la formación inicial y continua del profesorado y darles el puesto que de verdad tienen en la sociedad.
P. ¿Qué carencias presenta la escuela de hoy en día respecto a las emociones? ¿Por qué hay niños que responden que no han hecho nada después de 6 horas de cole?
R. Los niños y niñas deberían tener derecho a tener experiencias para contar. Tenemos una escuela que prioriza los estándares, que nos prepara para superar pruebas externas.
Está comprobado que si los niños pasaran las mismas pruebas o exámenes en junio y septiembre, después del verano habrían bajado más de tres o cuatro puntos. Lo que puede evidenciarse desde el sentido común es que realmente no ha calado eso que han aprendido»
P. ¿Y esto por qué es?
R. Pues porque, nos guste o no, nuestra escuela sigue siendo una escuela prusiana, una escuela tecnológica que sesga, que divide los buenos, los regulares y los malos. Y porque, si yo soy madre y quiero mucho a mi hija, voy a intentar por todos los medios que esté en el grupo de los buenos, en el grupo de los que van a subir, de los que pueden tener acceso a otra clase social, a una mejor calidad de vida. Por tanto, por amor también la empujo a que entre en este proceso.
P. ¿Esto qué supone?
R. Una competitividad intrínseca al propio niño que, por otra parte, nos enfrenta. Enfrenta a familia y a escuela y cuando esto ocurre es el desastre, porque los niños dejan de confiar en ambos. Es decir, la escuela te suspende, te pone las cosas difíciles, la escuela no te ayuda a salir donde tú quieres, a conseguir la nota que tú quieres. Por lo tanto, no somos amigos, estoy «frente a». La escuela debe sentar las bases desde la pregunta, desde la curiosidad, desde la seguridad, desde la admiración, desde la sorpresa, desde la alegría.
P. ¿En qué consiste tu modelo pedagógico de educar con las Tres Ces?
R. Educar con las Tres Ces es educar con Capacidades, Competencias y Corazón. Toda la normativa de los noventa nos trajo un gran tesoro que fueron las capacidades. Capacidades significa apostar por una escuela inclusiva, apostar por las posibilidades y potencialidades de los niños y de las niñas, y hacer de la escuela un lugar comprensivo donde podemos partir de las fortalezas. De ahí viene la primera C, Capacidades: capacidades del profesorado, capacidades del alumnado y capacidades de la comunidad educativa. El modelo se apoya tanto en las investigaciones de las teorías de las Inteligencias Múltiples, como de la Neurociencia.
P. ¿Cuál es la segunda C?
R. La segunda C es la de Competencias para «aprender a», frente «acerca de». El alumnado del siglo XXI necesita mover, hacer y tocar con las manos aquello que quiere cambiar en el mundo. Estas competencias en el modelo se apoyan en dos pilares fundamentales: el primero es tomar decisiones, para lo cual hay que pensar; y el segundo es trabajar en equipo. En pleno siglo XXI si no trabajamos en equipo no podemos llegar prácticamente a ningún sitio.
P. ¿Y la tercera C?
R. Corazón porque, como dice Francisco Mora «solo se aprende aquello que se ama». Y porque las emociones son lo que movilizan el mundo, y no solo el mundo sino a nosotros. Primero sentimos, después pensamos. Por tanto, si provocamos las plataformas emocionales adecuadas de la persona que queremos que aprenda, y en nosotros mismos, va a ser muchísimo más fácil seguir. Todo esto hay que hacerlo con el cuerpo, con la cabeza y con el corazón, es decir, integrando de nuevo 3 Ces.
P. ¿Qué podemos hacer los padres que luchamos por conciliar, que no tenemos tiempo para todo, que le quitamos tiempo al sueño, para no sentirnos culpables?
R. Primero, no autoculparnos, y segundo, no compensar sobreprotegiendo, sobreregalando o sobreestimulando. Nuestros niñas y niñas saben adaptarse a las situaciones; mis hijas han pasado muchas noches sin mí y yo no me siento culpable porque ellas saben perfectamente que estoy. No es la demagogia de calidad frente a cantidad, es estar. Estar desde la no permisividad, desde la ubicación y el límite, desde el amor incondicional que no les facilita toda su vida porque me siento culpable, sino que le da la opción a conquistar su propia autonomía.
P. Todos queremos hijos felices, pero, ¿cómo se educa en las emociones?
R. Esto es un tópico que nos ha vendido la publicidad. Hasta la Segunda Guerra Mundial, aproximadamente, o un poco antes, a la sociedad se la controlaba con el miedo y la culpa. Después de este conflicto hay una caída de muchos muros, un levantamiento, por una parte, y una caída, por otro. El sistema neoliberal de consumo nos ha vendido que cuanto más tienes, más feliz eres; y la felicidad es un sentimiento que se ancla fundamentalmente en la alegría. Es por eso que, los adultos que amamos a los niños, a nuestros hijos, queremos que siempre estén bien. Yo considero que esto es, en cierta manera, un error.
Considero que la manera de hacer fuertes a nuestros niños y niñas no es procurarles la felicidad, porque eso es convertirlos en dependientes absolutamente. Es provocarles la capacidad de elegir la emoción que toca cuando toca»
Por tanto, nuestros niños tienen que aprender a sentir el miedo, aprender a sentir la tristeza y el enfado. Porque el miedo es el que te salva la vida, el pánico te mata, el enfado te da la energía suficiente para poder superar obstáculos que aparecen en la vida… El objetivo como tal no es la felicidad, sino un equilibrio emocional que te permita preguntarte las cosas y eso es curiosidad, es el desarrollo de un equilibrio emocional a la totalidad sin limitar las emociones.
P. ¿Es negativo evitar a los niños el sufrimiento?
R. Nosotros intentamos compensar, por nuestros déficits por trabajo, por prisa y otras cosas, que nuestros hijos nunca sufran. Hay una pérdida en la familia y nuestros niños son relativamente pequeños y los apartamos: no pueden ver que el abuelo ha fallecido, etc. Esto es privarlos de un proceso de desarrollo. Los niños y niñas tienen que percibir cómo tenemos dificultades los adultos que los queremos, pero que ellos también forman parte activa de la vida. En cualquier caso, yo sí que plantearía que llevamos mucho tiempo pensando que debemos educar a los niños para mañana, que los preparamos hoy para mañana. Yo pienso que no, que los niños y las niñas ya son ciudadanos hoy y como tal tienen que tener un rol activo dentro de la sociedad.
P. ¿Es la familia la primera escuela de emociones?
R. Sí, los hijos que nos tienen como referentes, nos aprenden a nosotros sistemáticamente. Ellos aprenden lo que nosotros hacemos, cómo nos sentimos. Mis hijas aprenden cómo miro a mi padre ahora que está un poco malito, cómo lo mimo o lo respeto. Cómo entro y salgo; cómo preparo un plato para ponerlo en la mesa, con más o menos cariño, mis hijas me aprenden. Probablemente no aprenden casi ninguno de los discursos que en ocasiones les doy y que me podría ahorrar. Los momentos de estar, tocarnos, escucharnos, besarnos, decir «te quiero» que a veces se nos olvida, son tremendamente importantes. Debemos permitirles vivir toda la escala emocional.
P. ¿Estamos condicionados socialmente por las emociones? ¿Cómo cambiar y saber gestionarlas?
R. El término “inteligencia emocional” se acuñó en 1990, realmente hace muy poquito. Pero siempre hemos vivido desde la perspectiva de que hay emociones buenas y emociones malas. Es mucho mejor sentir las buenas que sentir las malas. Si esto es así, vamos a intentar no sentir las malas y solo sentir lo bueno, aparentemente sería una lógica. Pero, desde un modelo ecléctico en el que yo trabajo, entiendo que eso, aunque los teóricos no lo interpretan exactamente igual que interpretamos la cultura popular, entiendo que hay que darle una vuelta al concepto.
P. ¿Por qué?
R. Porque las emociones son respuestas químicas de nuestro cerebro, son respuestas adaptativas, es decir, los mamíferos superiores las sienten. Gracias al miedo, corro de mi depredador, por tanto, no es malo, porque si no me comería. Gracias al enfado, me enfrento a un obstáculo en mi vida y puedo superarlo, por tanto, no es malo, sino me aplastaría ese obstáculo. Gracias al asco, rechazo la carne podrida y no me muero por una infección. Gracias a la tristeza, que es la emoción sin química, puedo resetear mi cerebro por decirlo de alguna manera; es decir, yo no puedo estar en una vivencia emocional emergente, profunda, todo el tiempo porque entonces estallaría.
P. ¿Qué son las emociones, por tanto?
R. Química que se produce en nuestro cerebro como una respuesta innata y adaptativa. Por tanto, no son ni buenas ni malas, hay que aprender a sentirlas todas. Lo que sí es cierto es que, cuando las siento, debo reconocerlas, saber cómo responde mi cuerpo ante esa situación emocional y regularlas. Es decir, yo puedo estar enfadada por lo que tú me estás diciendo, por ejemplo, pero debo reconocer que estoy enfadada, debo reconocer que mi cara se está empezando a poner roja, debo reconocer que mis puños se están apretando, que la plataforma de acción sería el ataque y, cuando lo reconozco, puedo regularlo. Por tanto, no dejar de sentir enfado, pero no pegarte.
P. ¿Estamos confundiendo emociones con sentimientos?
R. Es necesario sentir todas las emociones; pero ojo, emoción y sentimiento no es lo mismo. La emoción necesitamos vivirla toda; el sentimiento ya es una traducción cognitiva de nuestra emoción por el recuerdo. Es decir, ya he sentido eso antes y mi cerebro segrega la misma química, aunque no esté sucediendo y por eso es más diluido y se estabiliza en el tiempo. Esto significa que, de la ira, que es una emoción, si yo la anclo puedo convertirla en odio. Y el odio sí que es negativo. Entonces los sentimientos sí que pueden llegar a ser positivos o negativos, la emoción no. Hemos confundido emoción y sentimiento incluso con valores. La clave quizá estaría en que intentásemos entender la diferencia entre emoción y sentimiento e incluso actitudes de valores, y, a partir de aquí, poder reconocerla y utilizarla siempre para nuestro propio crecimiento personal.
Marisol Nuevo Espín
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