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El hijo ideal ¿existe? El peligro de las grandes expectativas

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Un niño recién nacido aparece como una promesa en medio de una familia. Cuando nos asomamos a su cuna, vemos en aquel niño un horizonte amplio de posibilidades. En realidad, aquel niño puede llegar a ser cualquier cosa: un intelectual, un artista, un inventor, un gran hombre de negocios… Consciente o inconscientemente, nos forjamos muchas ilusiones y nos gustaría que nuestro hijo fuera el chico o la chica ideal y que los éxitos se sucedieran a su paso. Pero, ¿podemos hacernos de verdad tantas ilusiones?

A veces, los padres podemos caer en la tentación de poner demasiadas expectativas en nuestros hijos. Nos hacemos nuestras propias novelas rosas, y, en ocasiones, esa presión puede resultar contraproducente para su personalidad. Además, el chico o la chica ideal… ¿existe? Nuestro hijo ideal será aquel que llegue a ser él mismo; ni más ni menos.

De todas maneras, un hijo necesita, en cierta manera, convertirse en «objeto» de las ilusiones de sus padres: eso le proporciona seguridad y confianza en sí mismo; se sabe querido y eso le estimula; se sabe urgido y eso le ayuda a exigirse. Pero, al mismo tiempo, como padres debería quedarnos muy claro que su vida han de vivirla ellos y que las ilusiones excesivas pueden degenerar en dos peligros, distintos, pero igualmente perniciosos: el desengaño y la presión.

El temible desengaño de los padres: la ley del embudo

Existe una llamada ley del embudo. Aquellos sueños que nos hacemos con un hijo desde pequeños conforman la boca ancha de ese embudo, que va estrechándose a medida que crece nuestro hijo o hija. Todo comienza cuando observamos pequeños detalles que no se ajustan a nuestra idea.

A veces no se trata de cualidades más o menos brillantes, sino de un carácter agresivo, poco cariñoso, etc. que quema o irrita a los que le rodean. Y, sin formularlo mentalmente, sin decirlo con palabras, intuimos que nuestro hijo no es tan listo, tan simpático, tan agradable o tan fuerte como habíamos soñado. Caemos en el temible abrazo de la desilusión y el desengaño.

Ley de la desilusión: el peligro de las grandes expectativas

Esa ley del embudo puede significar la ley de la desilusión. Y la mayor tragedia para un niño es ser un marginado de la ilusión. Existe una especie de «derecho del niño» a que se tenga ilusión por él, aunque no muestre cualidades relevantes o un carácter muy equilibrado. Tenemos el deber y la autoridad de comunicar ilusión. Esto ayuda más a crecer a los hijos que andar decidiendo mentalmente o soñando lo que esos niños van a ser.

El problema no reside en hacerse ilusiones, sino que éstas sean excesivas, falsas, o tengan su origen en motivos distintos que el bien de nuestro hijo.

Lo que no hemos sido: la frustración

A veces, podemos mantener un diálogo secreto e interno con nosotros mismos dando vuelta a «nuestros» proyectos acerca de los hijos. Y muchas veces suenan a proyectos compensatorios. Que ellos sean los vengadores de nuestras frustraciones históricas, «que lleguen a donde yo no llegué», «que hagan lo que nosotros no pudimos hacer», «que no interrumpan la tradición familiar». Querer lo mejor para los hijos suele significar en la práctica, en estos casos, querer el prestigio, el poder y el éxito. Nos da pena o nos molesta que ellos no sean capaces de continuar el nivel socioeconómico familiar.

En una ocasión, un padre confesaba en un momento de intimidad familiar: «no podéis imaginar la irritación profunda que he sentido cuando oía decir a alguien que su hijo o hija tenía notas brillantes en una carrera técnica superior. Era como una puñalada en mi corazón; yo no he logrado tener un hijo brillante». Y puede convertirse en problema si eso nos lleva a presionar a los hijos en una determinada dirección.

Presumir de hijos

El influjo de la cultura actual (competitividad, prestigio, poder…) llega a hacer creer que un hijo no puede ser feliz si no logra determinados objetivos académicos o profesionales; o lleva a presumir en público de hijos listos, como signos externos de la propia felicidad familiar; o lleva a estar avergonzado de ellos cuando fracasan o no tienen grandes cualidades…

Todo ello puede llegar a provocar ilusiones falsas, que si no se ven realizadas causan irritación o disgusto. Empezamos a ponernos nerviosos, formulamos secretamente diagnósticos (no vale, este chico es un inútil); después queremos llevar las cosas por la tremenda, con lo que, además, rompemos el diálogo y la confianza; y al final sobreviene la desilusión.

Marisol Nuevo Espín

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