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La guerra de la obediencia: ¿les mandamos correctamente?

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Desde que nuestro hijo comenzó a comprendernos, nuestro afán por educarle nos habrá empujado a darle órdenes constantemente. En la mayoría de las ocasiones, el niño no habrá respondido como nosotros deseábamos. De ahí que nos hayamos preguntado en más de una ocasión por qué no nos obedece o, sencillamente, cómo lograr que asuma nuestra autoridad.

Precisamente ahora, es cuando se encuentra en el periodo sensitivo oportuno para acostumbrarle a obedecer con libertad y no ciegamente. Durante estos años, por tanto, tendremos que esforzarnos en enseñar a nuestro pequeño a obedecer de forma inteligente, y no ciegamente, por miedo a la amenaza de un coscorrón o un enfado nuestro.

¿Por qué desobedecen los niños?

A lo largo de esta etapa de la vida, nuestro hijo nos desobedecerá, algunas veces, con el fin de probar su voluntad frente a la nuestra. ¿Hasta dónde es capaz de llegar el pequeño? ¿Hasta dónde es capaz de resistir nuestra autoridad? ¿Quién de los dos es más fuerte y persistente?
En otras ocasiones, en cambio, la causa principal de la desobediencia del niño será nuestra propia incapacidad: no le mandamos correctamente.

Los fallos que cometemos los adultos en el ejercicio de la autoridad suelen ser bastante usuales y suelen responder a causas tan variadas como lógicas. Basta pararse a pensar: ¿somos coherentes en nuestros mandatos?

Y es que, educar a nuestro hijo en el orden y exigirle que recoja su cuarto, por ejemplo, es una idea estupenda, pero tendrá muy poco efecto nosotros mismos solemos tener el nuestro como una auténtica leonera. Lo mismo ocurre con otros aspectos como cepillarse los dientes, terminar la comida que le ponemos en el plato…

Órdenes lógicas

Llegados a este punto también debemos cuestionarnos si nuestras órdenes responden a una lógica o si, por el contrario, no logran más que confundir a nuestro hijo: ayer le exigimos que se terminase las lentejas y hoy, en cambio, no le permitimos acabarse el filete porque tenemos prisa. Por último, debemos tener en cuenta, con sinceridad, si mamá y papá suelen coincidir en lo que le piden al niño.

Quizá sea bueno que intentemos llegar a un acuerdo entre nosotros, pues es realmente importante que los puntos de exigencia educativos en casa sean siempre los mismos.
Solo así evitaremos confundir al niño con órdenes contrapuestas.

Cuestión de autoridad

La obediencia no es la anulación de la personalidad, ni el sometimiento ciego de la voluntad. Para que la obediencia sea realmente virtud, debe apoyarse en el reconocimiento de una autoridad.
Por lo tanto, para lograr que nuestro hijo nos obedezca «bien», en primer lugar tendremos que conseguir que reconozca nuestra autoridad, que debe ir acompañada de un prestigio. Si el niño percibe en ella un deseo de hacer bien las cosas, de conseguir lo mejor para él, y es algo que puede razonar con su nivel de entendimiento, tenderá a querer cumplir lo que se le manda, aunque luego su voluntad haya que reforzarla con recuerdos y exigencias.

La autoridad también ha de ser fuerte. El primer enfrentamiento entre nuestra autoridad y su voluntad tendrá lugar al poco rato de depositar al niño en la cuna, y durará toda la vida, por lo que la primera debe ser firme y persistente: si deseamos que nuestros hijos recojan su cuarto a diario, será imprescindible insistir durante el tiempo necesario hasta lograr que se acostumbren. Si lo arreglamos nosotros, habremos perdido el tiempo. También ha de ser fiable, y no prometer nada que no vaya a cumplir, ni amenazar con nada que luego no mantenga.

Otro requisito indispensable que debe cumplir nuestra autoridad es la confianza en sí misma. La ausencia de autoridad en los padres desconcierta a los hijos y les hace sufrir mucho más que la negativa a un capricho.

¿Qué les pedimos? ¿Y cómo se lo pedimos?

A estas edades no podemos pretender una obediencia ciega en nuestro hijo. Lo fundamental no es tanto que el pequeño haga absolutamente todo lo que le digamos, sin más, si no que, poco a poco, vaya aprendiendo a obedecer nuestras exigencias.

En esta primera etapa, nuestros mandatos tendrán que centrarse, fundamentalmente, en actos concretos de los que el niño pueda desarrollar hábitos y virtudes.
Más tarde, a partir de los 8 ó 9 años, la exigencia será también en el pensar, hasta que el niño aprenda a tomar sus propias decisiones apoyándose en los valores adquiridos.

De acuerdo con esta evolución, los padres debemos plantearnos con toda seriedad los puntos en que iremos exigiendo a nuestro hijo en cada momento, procurando que el esquema sea coherente y flexible, para que se adapte realmente a sus necesidades.

Una fórmula mágica: trucos que nos ayudan

No existen fórmulas mágicas para lograr que nuestros hijos hagan todo lo que les digamos. Pero sí existen pequeños trucos que nos ayudarán a ir educando su voluntad.

En primer lugar, nuestras órdenes han de ser concretas, escasas y relacionadas. Planteémonos, por ejemplo, si nuestro objetivo es enseñar al niño a vivir el orden. En tal caso le exigiremos que recoja su habitación, que cuelgue su abrigo y que deje el plato en la pila. Son pequeñas cosas, que sabe hacer, que se ve claramente si las ha hecho o no, y que se apoyan entre sí para poner las bases a un hábito. Cuando las asuma, podremos centrarnos en la higiene -lavar las manos, peinarse y cepillar los dientes-, luego en la puntualidad…

Además, una vez cumpla los 3 años, ya podremos ir razonándole el por qué de perseguir esos objetivos de forma relacionada, y entrará en la dinámica de esforzarse por alcanzar los diferentes hábitos: limpieza, orden, etc. Sin embargo, mientras le estemos exigiendo en un campo concreto, los demás no necesitan quedar olvidados.

No hay por qué usar la imposición como norma, existen más caminos para que haga lo que debe: buscar su colaboración, el juego etc.

De esta forma, evitaremos «quemar» nuestra autoridad con órdenes que no van a ser cumplidas. Lo que mandemos debe ser poco y concreto, pero debe cumplirse. Si vemos que no va a ser capaz, será mejor no pedírselo.

En el momento oportuno

Para que el niño aprenda de veras a obedecer, hemos de ejercer bien nuestra autoridad. Esto significa que, además de buscar el momento oportuno para las exigencias (nunca mientras que está viendo los dibujos animados, por ejemplo), tendremos también que asegurarnos de que cumple a la primera.

Obedecer a última hora, con mala cara y después de recordárselo más de veinte veces no es obedecer, sino doblegarse. Para lograr que nuestro hijo se habitúe a responder con diligencia hemos de mostrar interés en lo que le pedimos y, si no responde, obligarle en ese momento a cumplir.

Obediencia y virtud

Por último, hemos de procurar que nuestra exigencia vaya exenta de amenazas o premios extraordinarios. Debemos lograr que el niño obedezca porque sepa que es bueno. Si recurrimos a prometer algo agradable, no debe ser demasiado excepcional y, en cualquier caso, haremos énfasis en lo feliz que nos hace verle obedecer y los beneficios que tendrá su esfuerzo para él mismo.

En un principio, el niño reconoce de forma intuitiva la autoridad de los padres, pero a partir de los cinco años, la exigencia directa debe combinarse con el razonamiento, de tal forma que cumpla porque vea que es bueno cumplir.

Elena López
Asesoramiento: Lucía Herrero. Psicóloga y orientadora familiar

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