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La educación en honestidad, el mejor remedio contra la corrupción

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Cuando 6 de cada 10 ciudadanos considera que la corrupción, junto con el paro, es el problema que más le preocupa, se tiene que hacer un análisis doble. Por un lado, que la lacra del latrocinio ha llegado hasta límites intolerables. Por otro, que la sociedad es perfectamente capaz de distinguir los comportamientos moralmente reprochables de aquellos éticos.

Pero la realidad es que nuestro país emprendió hace ya décadas una terrible deriva hacia la corrupción. Ante esta vergonzosa situación cabe preguntarse cómo hemos acabado en este punto y qué podemos hacer para salir de él. La respuesta es sencilla: hay que educar en la honestidad.

En el barómetro del Centro de Investigaciones Científicas, la estadística que recoge, entre otros apartados, cuáles son las preocupaciones de los españoles, arrojaba unos datos significativos. El 63,8 por ciento de los encuestados considera que la corrupción es un grave problema del que derivarán otros nuevos. Esta mayoría absoluta de conciudadanos preocupados por la corrupción se acerca a la cifra de los preocupados por el paro. De modo que tan grave parece a los españoles no encontrar el empleo adecuado como vivir en regímenes en los que la mentira en el terreno económico campa a sus anchas.

Demasiadas noticias relacionadas con la corrupción

La retahíla de noticias relacionadas con la corrupción que los medios de comunicación desgranan día sí día también ha llevado a la sociedad a un hartazgo que se puede traducir, bien en reacción, bien en pesimista complacencia. Pero lo cierto es que la reiteración de casos ha calado hondo en la conciencia de los españoles y ese es el primer paso para garantizar la regeneración.

Además, la onda expansiva de la mentira ha alcanzado por igual a todos los estamentos e ideologías, a políticos y economistas, a empresarios y parados. La mancha de aceite no se circunscribe a un núcleo determinado, no es como un tumor localizado que se pueda extirpar, sino que se ha diseminado por un área extensa. Pero, por fortuna, llegamos a tiempo de tomar cartas en el asunto.

La noticia positiva ante las más de 1.700 causas por corrupción frente a la justicia es que el enfado de los españoles es manifiesto. Esta preocupación es una novedad que no se había dado en tiempos de bonanza, cuando se produjeron la mayoría de los desfalcos del erario público, del dinero de todos. En los tiempos de las vacas gordas, con una sociedad con los bolsillos satisfechos, todos miraban para otro lado con los casos de corrupción porque eran muchos, demasiados, los que practicaban alguna forma de fraude a mayor o menor escala.

Baste pensar en la construcción, que, según se va conociendo vía investigaciones periodísticas y judiciales, era el territorio de caza de los partidos y las empresas para gestar comisiones y adjudicaciones. Arriba se traficaba con maletines. Abajo, con horas extra no cotizadas, con trabajos sin factura, con pagos en B por las viviendas. Es decir, todos los estamentos participaban de esta triste realidad pero nadie decía nada porque todos ganaban.

Las vacas flacas han puesto el foco sobre la indecencia que esto supone y la sociedad ha reclamado la necesidad de una regeneración moral a gran escala. En eso estamos. En el terreno político, los partidos tradicionales se tambalean mientras que los nuevos descubren que los errores son demasiado evidentes bajo la lupa de la sociedad. En el terreno económico, el desfile de nombres del mundo financiero, empresarial o del espectáculo por los banquillos pone en alerta al posible defraudador. Pero nada cambiará si no somos las personas las que cambiamos. De hecho, el último dato muestra que un 18,6 por ciento de nuestro Producto Interior Bruto procede de la economía sumergida, es decir, de cada 10 euros, dos no han sido declarados.

La cultura del ‘pelotazo’ en España

España ha defraudado porque durante una generación entera, la llamada «cultura del pelotazo», la importancia del éxito económico a cualquier precio como sinónimo de éxito social y personal, ha dejado valores morales como la honestidad y la honradez por debajo de otros como el trabajo o el deseo de superarse.

Sin embargo, ahora que hemos tomado conciencia de los graves riesgos a los que nos enfrentamos si nos mantenemos en esta pendiente deslizante, llega el momento de tomar cartas en el asunto, no solo con una revisión de nuestra actitud personal sino también con un sincero análisis de lo que hacemos para educar a las nuevas generaciones en los valores perdidos, para que entiendan que la honradez y la honestidad son las piezas fundamentales sobre la que se asienta una sana sociedad.

Educar para no mentir

En las casas, los padres tenemos muy clara la importancia de evitar la mentira. Desde su más tierna infancia, educamos a los niños para que nos digan la verdad en cuestiones aparentemente tan minúsculas como una pequeña riña entre hermanos o si se han terminado ellos la comida. Lo hacemos porque creemos que es absolutamente necesario para su formación. Les exigimos con bastante asiduidad que no mientan, hasta el punto de que, antes de los siete años, cuando los niños muestran su mundo tal y como lo entienden, es necesario modular su sinceridad en aquellos casos en los que la verdad hiera a otras personas.

A medida que se van superando las etapas educativas, la mentira es, sin duda, una de las grandes preocupaciones de los padres. En la adolescencia se convierte en prioritaria, puesto que de la verdad y su ocultación depende, en buena medida, nuestra capacidad de intervención en diferentes aspectos educativos: rendimiento académico, problemas con los amigos, forma de afrontar el tiempo de ocio, adicciones a la tecnología

Los padres, un ejemplo constante

En todos estos aspectos, los padres procuran ser un ejemplo constante de tal manera que la sinceridad sea piedra angular de la familia. Sin embargo, como en todas estas etapas están aún lejos de la realidad económica y política que los rodea, no se suele intervenir en cuestiones de educación cívica. Muy al contrario, ocurre con demasiada frecuencia que la misma honestidad que se ha defendido en cuestiones domésticas, se pone en entredicho, muchas veces delante de los hijos, en cuestiones sociales.

El aparentemente inocuo comentario de un padre a su hijo para que diga que tiene menos años para evitar pagar una tarifa mayor a la entrada de un cine o un museo es, por desgracia, el peligroso germen de la corrupción. La presencia constante en las conversaciones entre adultos de comentarios que pueden exaltar, aunque solo sea de palabra, la astucia del que roba (un malinterpretado «ya me gustaría a mí»), o la justificación de lo que no se paga («con todo lo que me quitan, no voy a pagar yo más impuestos») son también sutiles formas de educación que tendrán su repercusión cuando esos niños que hoy no entienden qué es el IVA o el IRPF lleguen a la edad adulta.

La sociedad empieza y debe empezar en la familia. De lo contrario, el futuro será de una ciudadanía desmoronada que no trae aprendidos los valores de casa y que tiene por único referente un conjunto de leyes arbitrarias y cambiantes elaboradas, al tiempo, por conciudadanos que tampoco aprendieron los valores como la sinceridad, la honestidad o la honradez en sus propias casas.

María Solano

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