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El dilema entre querer y aplicar disciplina: ¿qué necesitan nuestros hijos?

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Para educar no son suficientes el cariño, el buen ejemplo y los ánimos. Es preciso también ejercer de forma expresa la autoridad, explicando siempre, en la medida de lo posible -y con brevedad-, las razones que nos llevan a aconsejar, imponer, reprobar o prohibir una conducta determinada.

La educación al margen de la autoridad, en otro tiempo tan pregonada, se presenta hoy como una breve moda fracasada y obsoleta, contradicha por aquellos mismos que la han sufrido. El niño tiene necesidad de una autoridad que lo oriente: y la busca y nos la pide, aunque en apariencia se niegue a reconocerlo. Cada vez oigo con más frecuencia frases del estilo: «mis padres no me quieren, pasan de mí, porque me dejan hacer lo que me da la gana». Y las pronuncian chicos que protestan airadamente -como es su ‘deber’- cuando se les niega lo que han pedido.

Si no encuentran a su alrededor una señalización clara, con cauces bien marcados, se tornan inseguros o nerviosos. Incluso cuando juegan entre ellos, los niños inventan siempre reglas que no deben ser transgredidas: necesitan conocer el espacio, material y figurado -las normas y cauces- dentro del que pueden moverse con libertad.

Queremos a nuestros hijos más que a nosotros mismos

Todos sabemos lo antipáticos, molestos y tiránicos que son los hijos cuando están malcriados, habituados a llamar siempre la atención y a no obedecer cuando no tienen ganas. Los hijos… de los otros (normalmente). Pues, tratándose de los propios, es más difícil un juicio lúcido. No se sabe bien si imponerse o abajarse a pactar. Dejar hacer, para no correr el riesgo de tener una escena en público, o acabar la cuestión con una explosión de ira y una regañina, que después deja más incómodos a los padres que al niño.

Pero, ¡cuidado! Por detrás de esta inseguridad se esconde a menudo una extraña mezcla de miedos y prevenciones… y de amor propio: el horror a perder el cariño del chiquillo, el temor a que corra algún riesgo su incolumidad física, el pavor a que nos haga quedar mal o nos provoque daños materiales.

En definitiva, aunque no lo advirtamos ni deseemos y nos cueste admitirlo, nos queremos más a nosotros mismos que al chico o a la chica y a veces anteponemos nuestro bien al suyo.

De ahí que, si por encima de tantos temores prevaleciera el deseo sincero y eficaz de ayudar al crío a reconocer los propios impulsos egoístas, la codicia, la pereza, la envidia y la crueldad, (¿no la tienen sus hijos? Los míos y, sobre todo, yo, por supuesto que sí) no existiría esa sensación de culpa cuando se lo corrigiera utilizando el propio ascendiente.

El valor de la obediencia

Con base en lo expuesto aquí, y aun cuando no esté de moda, es menester reiterar de modo claro y neto la imposibilidad de educar sin ejercer la autoridad -que no es autoritarismo- y sin exigir la obediencia desde el mismo momento en que los niños empiezan a entender lo que se les pide, que coincide aproximadamente con los dos años de edad.

Asimismo, es importante que los padres -explicando siempre que sea posible, y con brevedad, los motivos de sus decisiones- indiquen a los niños lo que deben hacer o evitar, sin dejar, por comodidad, caer en el olvido sus órdenes, ni permitir que los niños se les opongan arbitrariamente.

Como consecuencia, un criterio básico en la educación del hogar es que deben existir muy pocas normas, muy fundamentales, y nunca arbitrarias, lograr que siempre se cumplan y dejar una absoluta libertad en todo lo opinable, aun cuando las preferencias de los hijos no coincidan con las nuestras.

Tomás Melendo. Doctor en Ciencias de la Educación y en Filosofía, y autor de El encuentro de tres amores

Más información en el libro El colapso de la autoridad, del autor Leonard Sax. Ed. Palabra.

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