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¿Qué condiciones debe reunir un castigo bien puesto?

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Dicen los expertos que a partir de los siete años y hasta que llega la adolescencia los padres nos enfrentamos a unos años tranquilos…. Es el momento mejor para sembrar. Con razón se le ha llamado a este periodo “edad de oro de la educación”. Pero, ¿qué pasa cuando no se portan bien? ¿Cómo debemos actuar? 

El niño no nace educado, sino con “derecho a la educación”. Nadie nace preparado para distinguir en cada momento qué debe hacer y qué es preferible dejar de lado. No educamos por caridad sino por justicia.

Quien no sea capaz de educar a sus hijos en algo tan sencillo y tan evidente como el gusto por las cosas bien hechas, está perdido. Castigar y premiar sí. Pero antes hay que saber cómo, cuando y dónde. O bien: “Dime como castigas… y te diré cómo educas”.

¿Cómo es un castigo bien puesto?

Es aquel que no entorpece la comunicación entre padres e hijos, antes bien la refuerza, no genera odio sino responsabilidad, despierta las ganas de ser mejor, de cambiar. Los castigos bien puestos cumplen las siguientes condiciones:

  • Pocos: el castigo continuo pierde su eficacia.
  • Cortos: lo importante es que el hijo sepa que su mala actuación -en justicia- merece un castigo.
  • Proporcionados: la desproporción suele ser la causa de que luego no se cumplan.
  • Educativos: el castigo pretende modificar una conducta y por ello, los mejores son los que favorecen el hábito contrario. Un castigo no debe dejar rencor en el corazón, sino hacerle recapacitar y reparar.
  • Avisados con antelación: es más eficaz que la primera vez se razone por qué está mal, y se advierta que la siguiente vez habrá castigo. Excepto ante una falta grave, en cuestiones obvias como por ejemplo una mala contestación, falta de respeto a los padres o un empujón a su hermano contra la pared.

¿Cuándo empleamos mal los castigos?

    • Cuando se convierte en algo habitual. Como los padres somos los que tenemos la “sartén por el mango” a estas edades, podemos caer en la tentación de sustentar la educación en la fuerza del premio y del castigo, es decir, en el chantaje. Quien abusa de este método y plantea toda su actividad educativa sobre la base del condicionamiento externo, está enseñando a sus hijos a comportarse como el burro ante la zanahoria. Y ¿qué ocurre si le quitamos la “zanahoria”? No habrá aprendido a distinguir el bien del mal.
    • Cuando usamos la violencia verbal o física. La eficacia de la educación no puede apoyarse en la fuerza de los gritos, sino en la evidencia de las razones. Cuando los padres ven que los hijos están equivocados o han  actuado mal, el reto no está en vencerles, sino más bien en convencerles. Y en este punto es fundamental tener paciencia, pensar con lucidez y dialogar sosegadamente. Por eso, es desaconsejable el grito, a parte de acostumbrarse a ser gritados, puede ser signo de fracaso educativo, de falta de autoridad y te aseguro que suele provocar rechazo y resentimiento.
    • Cuando el castigo quita o priva de actividades buenas. Por ejemplo, el deporte.
    • Cuando los castigos son desproporcionados. En ocasiones, por nuestra faltad de paciencia, castigamos a nuestros hijos con condenas interminables que luego no se pueden cumplir. Otros castigos desproporcionados son los relativos a la fuerza o a la violencia física como por ejemplo castigado en su cuarto con la luz apagada, o castigos físicos como pegar.

Un niño nunca debe pasar miedo o incluso terror durante un castigo, porque además de ser algo sádico, produce trauma. No te aconsejo tampoco que le castigues sin televisión, tablet, ordenador… pues la conviertes en un objeto deseable. Los dispositivos digitales nunca pueden ser objeto de castigo o de premio, a no ser, por ejemplo, que hayáis pactado que puede ver esa serie que tanto le gusta, pero después de haber estudiado o recogido su cuarto. 

Como anécdota curiosa recuerdo un padre que cuando se enfadaba mandaba a sus hijos a ver televisión, y les decía “¡Ala, a ver televisión, castigados sin monopoly ni ajedrez!”

Maite Mijancos

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