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Catherine L’Ecuyer: «Cuando el asombro, la belleza y la sensibilidad están presentes el aprendizaje es significativo»

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Entrevistamos a la exitosa autora Catherine L’Ecuyer, quien con su libro Educar en el asombro (23ª edición), publicado en ocho idiomas y considerado según la revista Magisterio, “el bestseller educativo de los últimos años”, ha cautivado a muchos padres preocupados por la educación de sus hijos. Esta mamá de 4 hijos también ha publicado Educar en la realidad (7ª edición), sobre el uso de las nuevas tecnologías en la infancia y en la adolescencia.

Su blog lleva más de un millón de visitas y su contribución al proyecto educativo “Aprendemos Juntos” (BBVA-El País) ha recibido más de 10 millones de vistas en redes y ganó el Google YouTube Ads Leaderboard. Hoy está con nosotros en Hacer Familia.

El asombro es el motor del aprendizaje

¿La sorpresa es esencial para despertar la motivación de los niños?
El asombro es mucho más profundo que la «curiosidad», o la «sorpresa». Tomas de Aquino decía que el asombro es el deseo para el conocimiento. Aristóteles decía que todos los hombres desean conocer por naturaleza. Es una actitud innata que tenemos todos los seres humanos, que nos hace querer conocer la realidad, asombrarnos antes ella. El asombro es un pensamiento metafísico: nos asombramos ante algo por el mero hecho de que «sea». Es «no dar nada por supuesto». Lleva a la persona a una actitud de agradecimiento ante la realidad. Los niños son naturalmente asombrados. Por eso, no es que creen en los milagros por credulidad infantil, es que para ellos, todo es un milagro.

¿Estamos sobreestimulando a los niños? ¿Qué riesgo existe cuando estimulamos demasiado a los niños o por el contrario no reciben los estímulos que necesitan?
Como decía Chesterton, «Cuando somos muy niños, no necesitamos cuentos de hadas, sino simplemente cuentos. La vida es de por sí bastante interesante. A un niño de siete años puede emocionarle que Perico, al abrir la puerta, se encuentre con un dragón; pero a un niño de tres años le emociona bastante que Perico abra la puerta.» La neurociencia confirma a Chesterton y nos indica que los niños necesitan un entorno normal con una cantidad normal de estímulos. Es cierto que la carencia drástica puede ser dañina para el aprendizaje, pero estamos hablando de carencias graves. El mito del «enriquecimiento», el mito «de los tres primeros años» y la estimulación temprana han hecho muchos estragos en la educación. Han dado por bueno el paradigma conductista según el cual el niño es un ente pasivo que ha de ser bombardeado de estímulos externos para aprender. La literatura científica confirma que no hay periodos críticos (ventanas de oportunidad que no se vuelven a repetir más adelante) para el aprendizaje, que no es bueno bombardear a los niños con estímulos externos y que la teoría que fundamenta la estimulación temprana es obsoleta y fraudulenta. Lo dicen Neurology y la Academia Americana de Pediatría desde el año 1968. He publicado un artículo científico sobre ese tema que ha sido publicado en la revista de Educación Infantil de la Universidad de Albacete, por si alguien quisiera profundizar. 

¿Qué ocurre cuando los niños dejan de asombrarse y empiezan a depender de los estímulos externos?
Los estímulos externos, cuando no se armonizan con el ritmo interior del niño, se sustituyen a su deseo de conocer, y lo acaban adormeciendo. Por ejemplo, el estímulo tecnológico es extremadamente rápido para un niño y se sustituye al asombro, que es lento. Además, el niño sobreestimulado entra en un círculo de recompensa -a través del neurotransmisor de la dopamina- que puede incluso crear adicción.

No es casualidad que las principales asociaciones pediátricas en el mundo recomienden que los niños de menos de 2 años no usen ninguna pantalla y que los de entre 2 y 5 no consuman más de una hora al día»

No es un mero criterio educativo, esa recomendación es de sanidad pública, para la salud neurológica de nuestros hijos. Las pantallas no tienen lugar en la etapa infantil en los centros educativos.

P. ¿Es bueno que los niños se aburran?
R. El aburrimiento, decía Tolstoy, es «desear desear». Puede ser síntoma de que un niño está ya acostumbrado a estímulos muy rápidos, y que la realidad, lenta y exigente, le aburre. El aburrimiento nunca ha de ser paliado con estímulos artificiales externos. Dejar que el niño se aburra le permite revertir el círculo vicioso de la sobre estimulación. Pasada la etapa de la ansiedad y de la rabieta que le produce ese aburrimiento, se pondrá de nuevo en marcha por sí solo. Es bueno que los niños tengan un entorno sin juguetes con baterías o botones. Es el niño que se ha de poner en marcha a través de los objetos que se rodean, no son los objetos que se han de poner en marcha a través del niño.

Catherine L'Ecuyer

La naturaleza de los niños. Los niños de ahora no son como los de antes, ¿qué ha cambiado: la forma de educar, el entorno, las necesidades sociales?
No son los niños que han cambiado; es el entorno, cada vez más frenético, ajetreado y exigente, que está haciendo que el mundo esté cada vez más alejado de los que reclama la naturaleza -no los caprichos- de los niños. Dios siempre perdona, los hombres a veces, pero la naturaleza nunca. La naturaleza herida pasa factura. Nunca ha habido tantos trastornos de aprendizajes, tantos problemas de acoso, de impulsividad, de ansiedad, de adicción, de obesidad, etc., en la población infantil. En ese sentido, es necesaria una sana mentalidad científica (que no es cientificismo positivista) para indicarnos lo que conviene o no en cada etapa. La ciencia, bien hecha, nos aleja de las ideologías. Pero ha de ser una ciencia sin prejuicios y sin intereses económicos. Cuando las empresas tecnológicas patrocinan los estudios sobre las tabletas en las aulas, y cuando la industria de las bebidas gaseosas patrocina los estudios sobre el impacto de sus productos sobre la salud infantil, no estamos ante una ciencia sin prejuicios. La divulgación de la pseudociencia se convierte a menudo en otro mal de la educación: la industria del consejo empaquetado.

¿Cómo cambiar la necesidad que tienen muchos padres de encontrar consejos a través de manuales y libros?
Los padres son los primeros educadores de sus hijos. Casi todo el mundo estaría de acuerdo con esa frase, sin embargo, pocos acatarían sus consecuencias. La libertad educativa y la coherencia de cada centro con su ideario es una consecuencia directa de ese principio. Por otro lado, el mercado está inundado de libros y de guías que dan consejos de «expertos» sobre como educar para que nuestros hijos duerman, coman, obedezcan y usen las tecnologías de forma responsable. No es un fenómeno nuevo, el primer manual de consejo empaquetado aparecía en el siglo XVIII: Émilio, un niño ficticio creado por Rousseau.

No existen los consejos fáciles en educación, porque educar es un asunto humano que requiere sensibilidad y conocimiento personal de la persona que se educa. El mejor manual de crianza es el tiempo que estamos pasando con ellos»

¿Por qué hay esa necesidad continua de innovar en la educación?
La necesidad continua que tenemos de «innovar», tanto en la educación en el hogar como en el colegio, es una necesidad creada por un entorno que da por bueno todo aquello que es «nuevo» o «moderno» y que da por sospechoso todo lo que ya existe o ha existido (la tradición). La educación no es verdadera por ser innovadora, es innovadora por ser verdadera. Y es verdadera porque respeta la naturaleza de nuestros hijos. Y esa naturaleza es la de siempre. Como decía Gaudí, «ser original es volver a los orígenes». Y yo añadiría: sin complejos. Educar con complejos no es educar. Es abdicar de nuestros criterios a favor de «lo que se lleva». Así no se educa, así se entrega a los niños a las modas. La adolescencia no es una enfermedad, sin embargo todos la temen. Si hemos entregado a nuestros a las modas, tenemos buenos motivos para temerla.

¿Qué piensa entonces de las nuevas pedagogías que están muy de moda ahora mismo?
Son tan nuevas como el romanticismo pedagógico del siglo 18, o como la nueva educación de fin del siglo 19 y inicio del siglo 20. Estoy a favor del constructivismo entendido como que el niño es protagonista de su aprendizaje. Pero eso no es nuevo, lo proponía San Agustín hace siglos, o Montessori hace un siglo. No estoy a favor del constructivismo ontológico que propone que el niño ha de diseñar su propio currículum -abolición de las asignaturas, del horario, etc.-, o que el niños construya su aprendizaje navegando (la tableta es el vehículos por excelencia de las propuestas constructivistas). De hecho, estamos ahora antes evidencias de que esos métodos no dan resultados educativos. La realidad se descubre, no se construye. Y el maestro es el que tiene la misión de diseñar el andamio de ese aprendizaje, de preparar el terreno para que el niño pueda, libremente (desde su asombro) aprender, dejándose medir por la realidad. Pero la libertad no se puede entender como ausencia de disciplina. Abandonan al niño a sí mismo es traicionan el sentido mismo de libertad. La indisciplina no es libertad, es desorden; y en el caos no se aprende.

¿Qué podemos hacer los padres para que los niños no pierdan la motivación, cómo podemos prevenir esa pasividad?
Hemos de evitar el paradigma conductista que promueve el “hábito” sin sentido. Decía Montessori que la repetición es el secreto de la perfección. Pero hábito no es necesariamente virtud. Decía Juan Pablo II en Fides et Ratio, “sin el asombro el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal”.

El asombro es lo que convierte el hábito en algo genuinamente personal»

La belleza suscita el asombro. El asombro sintoniza con la belleza a través de la sensibilidad. La sensibilidad es la piel final que permite darse cuenta de lo que acontece. Cuando el asombro, la belleza y la sensibilidad están presentes, el aprendizaje es significativo. Y lo que nos motiva es “el sentido”. Por el contrario, cuando no está presente la dimensión volitiva (asombro), no hay un fin o sentido (belleza) o la sensibilidad ha sido barrida por la sobre estimulación, el mecánico, rígido y restrictivo proceso de un mal llamado aprendizaje a través de la mera repetición se convierte en una rutina que aliena y embrutece a la persona. A eso se le podría llamar “adiestramiento” pero no aprendizaje, porque no contempla a la persona en su totalidad. Y entonces necesitamos motivaciones externas, como recompensas, estímulos artificiales o castigos.

Chesterton dijo que “el mundo nunca tendrá hambre de motivos para asombrase; pero si tendrá hambre de asombro”. La educación en el asombro es un intento de dar la vuelta a la profecía de Chesterton para que, en el medio de tantas distracciones, nuestros hijos puedan otra vez asombrarse ante lo irresistible de la belleza que les rodea.

Marisol Nuevo Espín

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