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El papel del castigo en la educación: ¿cuándo se emplea mal?

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¿Qué papel juega el castigo en la educación?¿Es conveniente castigar? Recientes investigaciones apoyan la tesis de la eficacia de los premios y castigos, siempre que se usen adecuadamente, aunque no todo tiene que estar premiado y no toda acción se merece un castigo.

No es fácil utilizar el castigo sin un conocimiento correcto. Lo cierto es que mal aplicado puede ser contraproducente, pues es fundamental transmitir la idea de que obrar de una determinada manera es conveniente o perjudicial independientemente del premio o castigo que te vayan a dar.

Premios y castigos: cómo, cuándo y dónde

Dicen los expertos que a partir de los siete años y hasta que llega la adolescencia, los padres nos enfrentamos a unos años tranquilos…. Es el momento mejor para sembrar. Con razón se le ha llamado a este periodo «edad de oro de la educación«.

Sin embargo, el niño no nace educado, sino con «derecho a la educación». Nadie nace preparado para distinguir en cada momento qué debe hacer y qué es preferible dejar de lado. No educamos por caridad sino por justicia.

Quien no sea capaz de educar a sus hijos en algo tan sencillo y tan evidente como el gusto por las cosas bien hechas, está perdido. Castigar y premiar sí. Pero antes hay que saber cómo, cuándo y dónde. O bien: «Dime como castigas… y te diré cómo educas».

Un castigo bien puesto

El castigo bien puesto es aquel que no entorpece la comunicación entre padres e hijos, antes bien la refuerza, no genera odio sino responsabilidad, despierta las ganas de ser mejor, de cambiar y cumple las siguientes condiciones:

1. Pocos: el castigo continuo pierde su eficacia.
2. Cortos: lo importante es que el hijo sepa que su mala actuación -en justicia- merece un castigo.
3. Proporcionado: la desproporción suele ser la causa de que luego no se cumplan.
4. Educativo: el castigo pretende modificar una conducta y por ello, los mejores son los que favorecen el hábito contrario. Un castigo no debe dejar rencor en el corazón, sino hacerle recapacitar y reparar.
5. Avisado con antelación: es más eficaz que la primera vez se razone por qué está mal, y se advierta que la siguiente vez habrá castigo. Excepto ante una falta grave, en cuestiones obvias como por ejemplo una mala contestación, falta de respeto a los padres o un empujón a su hermano contra la pared.

¿Cuándo empleamos mal los castigos?



1. Cuando se convierte en algo habitual. Como los padres somos los que tenemos la «sartén por el mango» a estas edades, podemos caer en la tentación de sustentar la educación en la fuerza del premio y del castigo, es decir, en el chantaje. Quien abusa de este método y plantea toda su actividad educativa sobre la base del condicionamiento externo, está enseñando a sus hijos a comportarse como el burro ante la zanahoria. Y ¿qué ocurre si le quitamos la «zanahoria»? No habrá aprendido a distinguir el bien del mal.

2.  Usando violencia verbal o física. La eficacia de la educación no puede apoyarse en la fuerza de los gritos, sino en la evidencia de las razones. Cuando los padres ven que los hijos están equivocados o han actuado mal, el reto no está en vencerles, sino más bien en convencerles. Y en este punto es fundamental tener paciencia, pensar con lucidez y dialogar sosegadamente. Por eso, es desaconsejable el grito, a parte de acostumbrarse a ser gritados, puede ser signo de fracaso educativo, de falta de autoridad y te aseguro que suele provocar rechazo y resentimiento.

3. Cuando les quitarmos de actividades buenas: por ejemplo, el deporte.

4. Poniendo castigos desproporcionados. En ocasiones, por nuestra falta de paciencia, castigamos a nuestros hijos con condenas interminables que luego no se pueden cumplir.

Otros castigos desproporcionados son los relativos a la fuerza o a la violencia física como por ejemplo castigado en su cuarto con la luz apagada, o castigos físicos como pegar (muchos psicólogos afirman que en ocasiones es aconsejable una bofetada a tiempo que es diferente al cachete continuo). Un niño nunca debe pasar miedo o incluso terror durante un castigo, porque además de ser algo sádico, produce trauma.

No es aconsejable tampoco castigarles sin televisión pues se convierte en un objeto deseable. La televisión nunca puede ser objeto de castigo o de premio, a no ser, por ejemplo, que hayáis pactado que puede ver esa serie que tanto le gusta, pero después de haber estudiado o recogido su cuarto. Como anécdota curiosa recuerdo un padre que cuando se enfadaba mandaba a sus hijos a ver televisión, y les decía «¡Ala, a ver televisión, castigados sin monopoly ni ajedrez!»

Marina Berrio
Asesoramiento: Maite Mijancos. Coach familiar

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