En la primera tarde otoñal del larguísimo verano, una madre me confiesa, presa de una ansiedad incomprensible, que está muy preocupada por el frío que puede pasar su hijo, un chaval de lo más hermosote en sus maravillosos siete años de edad, en el recreo del colegio.
Es importante indicar que las dos vivimos en Madrid y, desde aquello del cambio climático, la nieve solo la vemos en las noticias de la tele. Vamos, que a las 11 de la mañana es dificilísimo que un niño, adolescente o joven no impedido por patologías añadidas, perezca presa de una hipotermia por estar media hora en la calle.
Andaba la mujer, madre entregada, muy nerviosa también por el «segundo patio«, el recreo que media entre la hora de comer y la vuelta a las aulas por la tarde. Lo consideraba «excesivo» y, como pensaba ella en su generosa bondad hacia sus hijos que podían caer en el aburrimiento, los había apuntado a un sinfín de actividades extraescolares para que no se les hiciera «tan largo» ese tiempo de esparcimiento.
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Traté a la madre con el cariño que se merece pero con el mismo cariño le mostré por qué considero que el recreo es imprescindible y en absoluto perjudicial, lo miremos por donde lo miremos. De lo de que es muy bueno ya podemos darnos cuenta cuando preguntamos a cualquier niño del mundo mundial por su asignatura favorita en la escuela: patio o recreo son las más repetidas. Algunos añaden Educación Física. El resto, evidentemente, requiere esfuerzo. Y eso no significa que nuestros hijos estén abocados al mayor de los fracasos académicos y profesionales. Significa que son normales. Así que no debemos preocuparnos.
Al contrario, el recreo es fundamental. Más ahora si cabe en los tiempos de las tabletas y los móviles. En el recreo salen al aire libre.
Frío a veces, húmedo otras, pero siempre aire. Nada que un buen abrigo no pueda solventar. Porque resulta que, sin ánimo de ser alarmista, nuestros niños se están quedando ciegos. Va en serio. Los datos demuestran que esta cultura centrada en el mirar de cerca y cada vez menos propensa a los espacios abiertos está causando una verdadera epidemia de miopías tempranas que va a acabar en una terrible proliferación de las grandes miopías y todos sus problemas añadidos. Así que respirar y mirar lejos son dos elementos a añadir a nuestra idea de «vida saludable».
El segundo aspecto es muy sencillo: en el recreo los niños juegan con otros niños, a veces riñen, se enfadan, incluso vuela algún manotazo. Y los adolescentes cotillean con otros adolescentes, a veces critican, y lloran por el amado que pasa millas de ellos… Es decir, hacen lo que tienen que hacer: relacionarse en libertad con el grupo de iguales con el que aprenderán, de la manera más natural del mundo, a socializar. Los niños resolverán disputas y alcanzarán acuerdos.
Los mayores aprenderán que en boca cerrada no entran moscas, fraguarán las amistades para toda la vida y descubrirán el complicado camino de los primeros enamoramientos. Y si no les dejamos un tiempo y espacio para vivir esas experiencias, no las tendrán y se habrán perdido una parte fundamental de su camino a la vida adulta. No me sirve la idea de que mientras «hacen judo» están con otros niños, porque eso no es juego libre.
El último motivo es que tenemos que dar a nuestros hijos la posibilidad de que no odien el colegio. Si todo lo que hacen en ese edificio es estudiar, esforzarse, resolver ejercicios y seguir las directrices de unos adultos, no generaremos vínculos de empatía con ese entorno, no habrá ningún recuerdo feliz, positivo. No nos engañemos, el niño que dice que quiere volver al colegio para estudiar más mates es un tipo un poco raro.
Lo normal es que los niños elijan estar de vacaciones cuanto más libres mejor y, en su defecto, desean volver al colegio para estar con sus amigos, no en el aula, sino en el patio. Si hemos conseguido que eso ocurra, irán contentos al colegio aunque refunfuñen en ‘mates’ tanto como ha hecho la humanidad hasta hoy. Y ahora, recordad por un momento esa ilusión al oír el timbre que daba paso a lo mejor del día: el recreo.
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