C. S. Lewis, en sus Cartas del diablo a su sobrino, describe admirablemente ese fenómeno por el que muchas veces en el noviazgo se incuban esas semillas que engendrarán años después el rencor doméstico.
«El encanto del enamoramiento de los novios -explica el diablo veterano a su inexperto sobrino- hace que los humanos confundan esa atracción juvenil con el verdadero cariño. Aprovéchate de la ambigüedad de la palabra «amor» y déjales pensar que han resuelto mediante el amor, problemas que de hecho sólo han apartado o pospuesto bajo la influencia de ese enamoramiento. Mientras dura, tienes la oportunidad de fomentar en secreto los problemas y hacerlos crónicos.»
El enamoramiento inicial produce una mutua complacencia, dentro de la cual, a cada uno realmente le agrada ceder gentilmente a los deseos del otro. El sutil engaño del tentador es hacerles creer que durante toda su vida de casados disfrutarán de esa misma complacencia, y que ese mutuo sacrificio surgirá de modo espontáneo y natural a lo largo de toda su vida.
La verdadera generosidad es la que logra abrirse camino también cuando no es suficientemente correspondida, o cuando el sentimiento no acompaña, o acompaña menos.
La realidad es que, cuando el tiempo erosiona ese entusiasmo primero, es fácil que se encuentren poco entrenados en la verdadera generosidad, que es la que logra abrirse camino también cuando no es suficientemente correspondida, o cuando el sentimiento no acompaña, o acompaña menos. Porque es ciertamente deseable que la generosidad y el sacrificio surjan de modo espontáneo y «sincero», pero, igual que pasa, por ejemplo, con la honradez o la lealtad, lo importante es ser fiel a ellas cuando menos apetece serlo.
No quiere decir esto que no deban expresarse con sencillez los deseos, pues a veces su ocultamiento lleva a extremos grotescos, como sucede cuando no se manifiestan y acaban llevando a hacer lo que ninguno de los dos quiere, mientras que cada uno siente por ello una curiosa sensación de mérito y de virtud, y abriga por tanto una secreta exigencia como consecuencia del sacrificio que ha hecho, a veces incluso con un oscuro motivo de rencor hacia el otro por la facilidad con que lo ha aceptado.
Pero igualmente grotesco es cuando uno se cuida de dejar bien claro -aunque sea no con palabras- que preferiría hacer algo distinto, pero que está dispuesto a sacrificarse y hacer lo que el otro desea, pues es fácil que el otro se resista a ser destinatario de altruismos baratos. Todas esas formas de actuar llevan fácilmente, por pequeñas cosas, a continuos motivos de resentimiento mutuo. Es mejor manifestar con sencillez los deseos, o bien no hacerlo, pero en todo caso sin exigir directa o indirectamente un reconocimiento o una correspondencia por ello, pues esa forma de exigir un pago a nuestra virtud hace que realmente no sea tal, y ese sucedáneo de generosidad lleva a que ambos se sientan al tiempo irreprochables y abusados.
La solución no está tampoco en corresponder al egoísmo con egoísmo, ni en una generosidad ingenua que no procura estimular la generosidad de los demás, sino que siempre será preciso adquirir el hábito de la generosidad, aunque los otros no lo valoren o no correspondan suficientemente. Y aunque es cierto que el empuje del enamoramiento inicial permite alcanzar grandes logros en el camino de la virtud, hay que ser capaces de madurar el sentimiento espontáneo y caminar hacia la verdadera generosidad desinteresada.
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