Esta semana estamos literalmente en capilla de la Primera Comunión de mi hija mayor. Nos hemos liado la manta a la cabeza y lo celebramos en casa. Una hace una cosa, otro otra y el sumatorio debería dar como resultado una bonita fiesta para celebrar la ocasión. Porque la ocasión bien lo merece. Y llevamos toda una vida tratando de transmitir a nuestros hijos la fe que nos transmitieron nuestros padres.
Este año, cuando la Comunión ya era una presencia en forma de interminable «lista de tareas pendientes» nos hemos esforzado mucho en resaltar que lo importante de todo esto no es el vestido o los regalos, sino el Sacramento. Pero en esta semana de capilla me doy cuenta de en cuántas ocasiones no se nos va la fuerza de las palabras por la boca, ensombrecido el mensaje con un ejemplo que parece ir en sentido contrario.
En más de una ocasión me he descubierto verbalizando nerviosa tonterías de tal magnitud como el nefasto pronóstico del tiempo -descenso significativo de las temperaturas con tormentas incluidas, se admiten más huevos a Santa Clara- la dificultad para encontrar dos pares de zapatos iguales, baratos y elegantes, cómodos y versátiles para los chicos, o el estrés por pensar en qué momento de mi apretada agenda voy a conseguir llevar a todos mis hijos a la peluquería.
A lo largo de estas semanas en las que mi mayor deseo era contar con días de 36 horas porque las 24 habituales no me dan ni para empezar, me he repetido a modo de calmante esta frase: «tengo a la niña, tengo al sacerdote y tengo a Dios, lo demás es accesorio». De tanto repetirla, acabé por decirla en alto y poco a poco se ha ido convirtiendo en el lema de la casa. Y cuando me brota el ataque de pánico, que siempre está dispuesto a dar la cara, alguno de los residentes de la casa me recuerda que lo importante ya lo tenemos.
Nosotros no siempre somos capaces de dar el buen ejemplo que nuestros hijos merecen. Pero si el ejemplo casi siempre ha sido bueno, nos regalarán una bonita lección de amor cuando más lo necesitemos.
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