A Juanín, que casi tiene seis años, le acabamos de regalar un reloj. Tenía muchísima ilusión porque sus hermanas mayores ya leen la hora. Es tan barato que el riesgo de que se pierda no nos preocupa demasiado. Se puede meter en la piscina, tiene alarma y se le ilumina la pantalla por la noche.
Desde que Juan tiene reloj, nos dice la hora aproximadamente cada cinco minutos. Está encantado, como niño con zapatos nuevos. Se lo enseña a todo el que lo quiere ver. Y nos ha preguntado muy serio a qué hora solemos levantarnos, desayunar, recoger la mesa, lavarnos los dientes, peinarnos, vestirnos, hacer la cama… y así con absolutamente todas las tareas del día.
A los padres nos surgen muchas dudas porque nunca sabremos con certeza si hemos hecho lo correcto en el difícil equilibrio entre autonomía y exceso de libertad. Pero merece la pena dejarlos crecer porque todos salimos ganando.
El reloj de Juanín parece una anécdota pero lo cierto es que se nos ha hecho mayor porque ahora que conoce las horas, ha tomado las riendas de la organización de su vida. Y como está encantado, cumple con todos sus cometidos con precisión suiza. Y todo esto solo por soltar un poco de amarras y darle la libertad de organizar su tiempo.
Porque lo importante del reloj es que le hemos dado a Juan algunas libertades añadidas. Por ejemplo, cuando sale al jardín ya no está ‘sometido a vigilancia intensiva’ pero sabe que tiene que volver a dar señales de vida a la hora convenida. Y lo hace.
Los abuelos se los llevaron este domingo a la playa -benditos abuelos que nos permiten conciliar esta peculiar semana de junio-. Pasaban a buscarlos a las 9 de la mañana. Juan se puso el despertador con tiempo suficiente para arreglarse y desayunar. A las 8:55 estaba como un clavo en la puerta de casa, maleta en ristre. Ha adquirido en unos días unas cotas de responsabilidad que superan con creces a las de libertad otorgadas.
Pero a los padres nos surgen muchas dudas, primero por el miedo natural a lo que les pueda pasar a medida que les damos autonomía, segundo porque nunca sabremos con certeza si hemos hecho lo correcto en el difícil equilibrio entre autonomía y exceso de libertad. Pero merece la pena dejarlos crecer porque todos salimos ganando. Podemos tener en cuenta unas pequeñas pautas:
1. Valorar, en función de cada niño, qué amarras podemos ir soltando. En la educación no hay recetas. Lo que vale para un niño en una determinada edad, no vale para otro. Somos nosotros los que debemos valorar cuándo están preparados para asumir una responsabilidad, qué ‘coste’ estamos dispuestos a pagar por un posible fracaso y qué ‘beneficios’ obtenemos con la medida.
2. Aclarar las líneas rojas desde el primer momento. No es infrecuente que, una vez hemos dado libertad a nuestros hijos, el día termine en discusión porque nuestros hijos han hecho algo para lo que no tenían permiso. Si no ha habido maldad nos contestarán con la ingenuidad que les caracteriza: «Es que no sabía que eso estaba mal». Es muy importante que dejemos claras las normas que no se pueden saltar. Por ejemplo, les podemos decir: «Puedes bajar solo al jardín pero no puedes ir solo a la piscina», para que no haya malentendidos sobre si la piscina forma parte del jardín.
3. Establecer las consecuencias de la transgresión de la libertad. En el mismo momento en el que se concede la libertad se determinan también las responsabilidades. De esa manera, evitamos castigar ‘en caliente’, de forma excesiva y con castigos que luego tenemos que levantar. No hay castigo sino consecuencia preestablecida: «Si no llegas a la hora que hemos dicho, mañana saldrás menos tiempo al jardín».
4. Autonomía para lo que quieren y para lo que no. A medida que soltamos la cuerda en lo que nos piden -poder ir solos a determinados sitios, elegir la ropa…- tenemos que ir añadiendo también elementos de autonomía en las tareas que les corresponden -hacerse la cama, ayudar con los pequeños…- para que sean conscientes de que la madurez tiene que ir acompasada en todos los aspectos.
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