Tenemos un problema. Es evidente. Porque si existe el día de la mujer trabajadora, si lo celebramos, si llenamos los medios de comunicación de contenidos relacionados con esto, si el hashtag #DiaInternacionalDeLaMujer permanece una semana anclado en las redes sociales, es porque nos queda mucho por hablar de conciliación y mucho más por hacer. De eso no cabe duda.
Lo malo es que, como ocurre en tantas batallas de la opinión pública, es muy fácil acabar mezclando churras con merinas, errar el tiro y acabar disparándonos al pie mientras la presa gorda se nos escapa delante de nuestras narices. Quizá por eso este tema me genera tanto hartazgo. Acaban por salir las voces de siempre: que si el heteropatriarcado, que si la educación tradicional, que si la mujer sometida…
El discurso me parece terriblemente trasnochado. Soy profesora universitaria y hace muchos, muchísimos años -al menos una generación completa- que si a una mujer le da la realísima gana estudiar la ingeniería más complicada, antes vetada para nosotras, puede hacerlo. Y además lo hará con beca a la excelencia académica, máster en el MIT y trabajo asegurado allí donde está el futuro más asombroso. Tenemos mujeres en los más altos puestos de la política y de la empresa, de la investigación y de la literatura. Y sí, es cierto que no son ni mucho menos «la mitad», pero nos queda plantearnos si la causa se esconde en la ideologizada respuesta del «machismo».
Claro que hay una brecha. Nos lo dicen los estudios. Los más rigurosos, que cuentan el sueldo por horas, cifran en un 14 por ciento la diferencia. Y los datos dan fe de que siguen siendo las mujeres las que más tiempo dedican a trabajos no remunerados en el hogar. Son ellas las que, de manera mayoritaria, solicitan medidas de conciliación como la reducción de jornada, son ellas las que buscan los horarios más flexibles y no aceptan los complementos por disponibilidad absoluta, son las que prefieren puestos que no obliguen a viajar. Total: la brecha entre hombres y mujeres tienen mucho que ver con la maternidad.
Ante semejante dilema hay soluciones a la ecuación para todos los gustos. La mayoría, fuertemente ideologizadas por corrientes más propias del siglo XX. Pero casi ninguna tiene en consideración la base del problema con una mirada verdaderamente práctica. Por eso me gusta tanto la que ofrece Nuria Chinchilla, profesora del IESE, que es mujer, madre, esposa, trabajadora y, sobre todo, feliz y buena persona. Es imposible resumir su potente discurso en estas líneas, pero me quedo con dos ideas fuerza:
La primera es que todo sería más fácil si logramos unos horarios más razonables (para hombre y mujeres, sean padres o no), que se cumplan y que expulsen por fin de nuestro mercado el improductivo «presentismo» tan característico de nuestra cultura.
Es evidente que no se puede simplificar en esta cuestión y habrá que valorar cada puesto de trabajo. No es lo mismo gestionar los turnos de la recogida de basuras que una labor de oficinas. Pero muchos países de nuestro entorno alcanzan elevadas cotas de conciliación simplemente porque tienen mejor horario.
La segunda tiene que ver con qué quieren las mujeres, cuáles son sus sueños y ambiciones. La tesis que defiende Chinchilla es que necesitamos un enfoque más plural del concepto de ambición, de logro. Hoy se mide por criterios economicistas eminentemente masculinos. El éxito solo se entiende como el triunfo profesional acompañado por un salario elevado. Pero ¿y si el éxito de la mujer fuera que, pudiendo elegir, elige un trabajo que le satisface y que le permite ocuparse de los suyos? ¿Y si su triunfo radica en saber descartar lo que hace daño a sus verdaderas ambiciones? ¿Y si estamos errando la presa porque para ganar esta batalla en pos de una supuesta «libertad laboral» perdemos otra mucho más importante, la de la «libertad familiar»?
El día de la mujer trabajadora dejará de tener sentido cuando el trabajo, el de cualquiera, hombre o mujer, con o sin hijos, sea, de verdad, compatible con la vida.
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