¡No me acabo de acostumbrar! A medida que pasan los años, presumimos que nada nos sorprende. Es una idea casi cierta, aunque está igualmente confirmado que lo esperado, también duele. Algo así me ocurre cuando tengo una larga conversación con un matrimonio que no ha sido capaz de superar una crisis y se plantean la separación.
En estos casos, hay dos aspectos a los que no acabo de acostumbrarme. El primero de ellos, constatar, con un análisis frío, que los motivos que les llevan a adoptar esa decisión son tan leves como un papel de fumar, en el 90% de los casos. El segundo, que aún me golpea más, es que, después de dos horas de conversación, si se te ocurre preguntar qué va a ocurrir con los hijos, tienes la sensación de que es un tema aparcado. Ellos están a lo suyo. En toda esta cuestión, a los hijos sólo les queda el papel de sujeto pasivo. Ellos no cuentan.
Llevadas las cosas al límite, se puede entender mejor a aquel matrimonio, que convivieron con aparente normalidad, pero el día que casaron a la última de las hijas, terminada la cena y despedidos los invitados, uno le dijo al otro: tengo la maleta en el coche y me marcho a dormir a un hotel, no aguanto más.
¿Cómo es posible que unas personas sesudas, no hayan cogido un papel e intentado objetivar las consecuencias positivas y negativas que iban a tener para ellos la decisión? Y a la vez, escribir en otra cuartilla lo que iba a suponer para los hijos. Vistámoslo como queramos, eso tiene un nombre: injusticia. Le doy este nombre porque si le llamo egoísmo, podía sonar a chino.
Parece que la justicia tiene hoy mejor prensa. Recuerdo la dedicatoria de un libro que decía así: «Al niño que sueña con ilusión la reconciliación de sus padres y al despertar les perdona, que sigan separados». Se me conmovieron las entrañas. Ese niño tiene mucha más madurez que sus dos padres juntos aunque le superen en treinta años.
Cuando, en una conversación con los candidatos a la separación, les confirmas que está demostrado hasta la saciedad, en todos los países, que los hijos de padres separados son psicológicamente diferentes, y emocionalmente distintos a los de las familias intactas, te suelen mirar con asentimiento. No te dicen nada pero en su fuero interno, y en su razón obnubilada, se responden que ellos son diferentes y lo van a bordar, volcándose en cariño con sus hijos.
Además, los niños sufren mucho más, viéndoles en continuas peleas. Para muestra puede servir un botón. Me comentaba un profesor que en una clase con chicos de 14 años, se estaba hablando del matrimonio, se habló de los «pros» y «contras» de la separación, como fenómeno evidente que estaba ahí. Al buscar la reacción de los chicos, uno de ellos, que su familia vivía en la mayor armonía, comentó que si tan mal se sienten viviendo juntos, que se separen. Inmediatamente, desde el asiento de atrás, se levantó un brazo, para gritar contundente: ¡que se maten pero juntos! Este tenía a los padres separados.
Este chaval expresa lo que se puede constatar reiteradamente en cualquier estudio: que los hijos, en las familias fracturadas, tienen un mayor índice de ansiedad, mayor sintomatología depresiva, y menor autoestima y auto-concepto.»Pues yo conozco algunos casos en los que las cosas no han ido tan mal», se puede objetar. Ante todo deseo puntualizar que yo también conozco matrimonios separados que han optado por la solución menos mala. Tengo para ellos el mayor respeto, toda la comprensión y el mayor cariño, sin dejar de lamentar que soportan un gran sufrimiento, que se produce en todos los casos.
Dicho esto me sigo dirigiendo a ese porcentaje altísimo de separados que se precipitan en tomar decisiones y ponderan muy a la ligera las consecuencias. También los comprendo a ellos: se engañan. Es tal la ansiedad y la prisa por resolver un problema, que generan otros mayores.¿Se han planteado qué pasaría si todo ese esfuerzo que piensan poner en que sus hijos sufran menos, lo aplicaran a intentar resolver sus diferentas matrimoniales aunque sufrieran ellos un poco más? ¿Sería pedir demasiado? ¿Por qué vamos a descargar sobre victimas inocentes, que aún tienen los huesos y las meninges blandas como la cera, la carga que no somos capaces de soportar personas adultas, que estamos demostrando ser capaces de superar retos profesionales y sociales de gran envergadura?
La angustia que se genera es asfixiante a veces. Los niños son niños pero no tontos y se plantean preguntas bastante antes de lo que nos imaginamos. Son tan elementales como esta: «¡Si mis padres no se quieren y me abandonan, qué pasará el día que no me quieran a mí!»
Para terminar, voy a copiar el retazo de un alma atribulada, en plena guerra mundial. Está escrito en 1944. «Por encima de todo, la guerra representa para los niños el tiempo durante el cual ellos están separados de sus padres. Se dice que después de la muerte del padre o de la madre, los niños pequeños se conducen exactamente, como si sus padres, solamente hubieran partido. Entonces también podemos decir que cuando los padres se van, los niños se conducen como si ellos hubieran muerto. Lo importante para el niño reside en la presencia o en la ausencia corporal del objeto del amor». ¿Cuántas veces mueren padres para sus hijos en cada separación semanal?
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