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Anorexia en la familia

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Su hija había sido siempre una alumna excelente, pero desde hacía unos meses había empezado a relacionarse con otras compañeras un pelín complicadas, y se había metido en una espiral muy peligrosa. Un mal uso de internet y el móvil habían contribuido a exacerbar el problema de la anorexia, pues había creado, junto con sus amigas, un grupo «secreto» en el que hacían «competiciones» y se ponían «retos» comunes. Habían desarrollado un método muy elaborado y muy peligroso para comprar ciertas «mercancías» y repartírselas entre ellas.

El colegio lo había detectado y se había puesto en contacto con las familias implicadas para intentar revertir la situación y ayudar a las niñas a salir de la espiral de autodestrucción en la que se habían metido casi sin darse cuenta.

Me quedó claro desde el primer momento que para solucionar el problema era necesario comenzar a trabajar con la chica inmediatamente, en estrecha coordinación con la familia y el colegio.

Lo primero que les pedí fue que acudieran a la consulta del endocrino y el psiquiatra de su hospital de referencia. Regresaron con un diagnóstico de Anorexia nerviosa. En el hospital les habían prescrito Terapia Psicológica y Terapia de Familia. Nos pusimos en marcha ese mismo día.

Comencé a hablar con la hija, una adolescente muy delgada y con la mirada siempre fija en el suelo. Le costaba mantener el contacto ocular. No quería mirarme y menos aún mirarse. Estaba extremadamente delgada, y me dijo que tenía un miedo intenso a engordar, que se provocaba vómitos cuando la obligaban a comer, que intentaba hacer todo el ejercicio físico posible para perder lo poco que podía quedarle dentro, y que incluso usaba laxantes y diuréticos. No se gustaba, no se aceptaba, y no se quería. Su autoestima era baja y había empezado a tener dificultades para relacionarse con otras personas.

Me contó que era la única chica de una familia de cuatro hermanos. Había crecido entre bromas masculinas un tanto brutas y muchas veces relativas a su aspecto físico, a las que todavía no había conseguido acostumbrarse. Y aunque era guapa e inteligente, había aprendido a fijarse en todos sus defectos y a ignorar sus virtudes.

Sus padres trabajaban mucho y pasaban casi todo el día en la oficina o viajando. Aun así, procuraban encontrar momentos para estar en familia, todos juntos y con cada uno de sus hijos, casi siempre a última hora del día y durante los fines de semana. La relación entre madre e hija no era especialmente buena, pues tenían caracteres muy parecidos y por eso chocaban mucho. Pero se querían.

Les planteé trabajar de forma paralela la Terapia Individual y la Terapia de Familia, manteniendo el contacto constante con el hospital y con el colegio, pues sólo de esa manera conseguiríamos avanzar en todos los frentes hacía una solución que de momento se vislumbraba muy lejana.

Para empezar, era fundamental que ella tomase conciencia de su enfermedad, y que los padres hicieran un esfuerzo para ponerse en su lugar. A ello ayudaría que conociesen a fondo el trastorno que padecía.


Sus padres se sentían muy mal, y pensaban que eran responsables de crear las condiciones que habían llevado a su hija a desarrollar la enfermedad.


No habían sabido encontrar el tiempo suficiente para comunicarse con ella, para saber cómo se encontraba en cada momento, para conocer a sus amigas del colegio; habían dado por hecho que el colegio, que era excelente, supliría sus carencias de tiempo y atención, y se habían centrado en exigirle resultados académicos muy altos, porque sabían que era capaz de obtenerlos. Ahora que la veían tan delgada y triste, se sentían aterrados y perdidos. Les animé a centrarse en el presente, aprendiendo del pasado y mirando al futuro con esperanza.

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