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El verano, el pescadero, la suerte y la aventura

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Se acerca el verano y, como todos los años, mi esposa y yo nos encontramos con el mismo dilema: creemos importante que toda la familia vayamos juntos a pasar una semana a algún destino lejos de nuestra ciudad; pero alojar a diez personas y pagarlas de un único bolsillo resulta más que complicado.

No solo es difícil alojar a tantas personas. Además, aunque nuestra furgoneta dispone de nueve plazas, ya somos diez y muy pronto seremos once. Así que, debemos enviar por separado a alguno de los hijos mayores ya sea en autobús o en tren, al encuentro del resto de la familia.

Y, por último ¿qué destino cercano y barato puede resultar atractivo a todos nuestros hijos, desde el que tiene 2 años hasta el que pronto cumplirá los 18? Porque ¡atención! a partir de los 14 años, los ‘adolfos’ (así hemos bautizado a nuestros hijos adolescentes) tienen tal influjo que pueden fácilmente amargar unas felices vacaciones en familia, si comienzan a arrastrar sus estirados cuerpos como espectros y a martillear nuestra cabeza insistiendo en que se aburren, que no saben qué hacer y que les gustaría volver cuanto antes a nuestra casa.

En esta dinámica nos encontrábamos, cuando acontecieron en un intervalo de apenas diez días, dos acontecimientos providenciales que me gustaría compartir con todos vosotros.

Desde hace aproximadamente dos años, acostumbramos a comprar pescado una vez a la semana en un puesto del mercadillo más próximo a nuestra casa. Nuestra relación con el joven matrimonio que regenta este comercio no solía ir más allá de comentarios acerca de los precios y las cualidades del género que ofertaba, Es decir, conversaciones del tipo ¿A cuánto tienes la merluza? ¿Puedes limpiarme bien las rodajas para que no queden espinas?

Pues bien, a las pocas semanas de conocer que nuestra familia aumentaba de nuevo con la llegada de un nuevo hijo, «el pescadero» nos propuso que fuéramos los últimos diez días de junio a su apartamento situado en la Costa Dorada dentro de una urbanización con piscina y a pocos metros de la playa. Insistió en que no aceptaría una negativa por respuesta y que, por supuesto, los gastos de luz y agua corrían por su cuenta.

Para mayor asombro para nosotros, la pasada noche, un conocido del colegio al que llevamos a nuestros hijos, nos envió un WhatsApp para que al día siguiente nos viéramos un momento a la entrada del colegio. El motivo no era otro que proponernos que la última semana de julio tenía libre su casa de montaña en el Pirineo y que le haría mucha ilusión que fuéramos allí toda la familia. Por supuesto, sin que le pagáramos nada a cambio.

En ambos casos, parecía como si fueran a molestarse si nos negábamos a su invitación. Es más, parecían entusiasmados con la idea de que ocupáramos sus viviendas por unos días de verano y sin esperar recompensa ninguna por nuestra parte.

A quienes contamos estos acontecimientos tan extraordinarios y sorprendentes concluyen argumentando que hemos tenido mucha suerte. Sin embargo, estoy convencido que detrás de estos sucesos recientes, la venida de nuestro noveno hijo junto con estas dos invitaciones veraniegas, se encuentra la mano invisible de la Providencia. Tolkien escribía en una de sus cartas: «Soy, en efecto, cristiano, de modo que no espero que la historia sea otra cosa que una larga derrota, aunque contenga algunas muestras o atisbos de la Victoria final». Esta «fortuna» que estamos viviendo se me presenta más bien como un atisbo de aquella victoria final que prevalece frente a escenarios que parecen inverosímiles.


O dicho de otra forma tal vez más poética, vengo observando con frecuencia que quien se pone a favor de la vida, la vida se pone a su favor. 


De ninguna manera pienso que todas las aventuras y acontecimientos que ha vivido nuestra familia se hayan debido a la suerte tal y como se entiende este término de ordinario.

Porque «una vida abierta a la vida» es como una aventura. Por ejemplo, quien haya recorrido a pie durante un verano el Camino de Santiago, desde Roncesvalles hasta Santiago, seguro que habrá experimentado situaciones y vivido experiencias que quien, ese mismo verano, se hubiera quedado plácidamente en su ciudad, cómodamente establecido, no logrará apreciar jamás.

De igual manera, cuando iniciamos hace casi 20 años esta aventura de «hacer familia», nos pusimos en camino despertando de nuestra somnolencia vital; y emprendimos este viaje convencidos de que, abandonando nuestra vida egoísta de comodidad y placer, a la sombra de nuestro «libre sacrificio», obtendríamos el verdadero premio.

Como ocurre con las aventuras que no suelen resultar cómodas, tampoco lo es sacar adelante una familia numerosa; pero precisamente, la incomodidad de las mismas es la razón de su utilidad; porque, nos impulsan a salir de nuestra zona de confort para viajar en busca de la verdad que se encuentra más allá de uno mismo.

Gracias a estas personas enviadas como ángeles, nuestras vacaciones nos resultarán gratis. Sin embargo, el valor profundo que envuelven es mucho más importante que su precio. Porque, como afirmaba Oscar Wilde, «mucha gente conoce el precio de todo y el valor de nada».

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