Hace solo una generación, en la de los que hoy somos padres, teníamos poquísima información sobre sexo. Apenas sabíamos cuatro cosas mal hilvanadas, muchas veces equivocadas. Hoy, nuestros hijos están más formados en materia sexual en la adolescencia de lo que lo estaremos nosotros nunca.
La razón es sencilla: los políticos de todo signo se empeñaron en que los estudiantes recibieran eso que se llama «educación afectivo sexual» pero que en realidad tiende a ser solo «sexual».
La medida no buscaba la felicidad futura de nuestros hijos: el que pudieran encontrar una vida plena en la pareja y la familia. El objetivo era frenar la avalancha de enfermedades de transmisión sexual al tiempo que limitaban las cifras de embarazos no deseados en adolescentes y, en paralelo, las de abortos, que iban en ascenso.
De aquellos polvos vienen estos lodos y hoy tenemos una generación demasiado bien preparada en el sexo y sus riesgos, mal ilustrada a través de la pornografía, que sin embargo no sabe nada sobre el verdadero amor.
Por eso es tan importante que hablemos con ellos de la belleza de la relación entre hombre y mujer. No se trata de caer en una cargante cursilería que haría que nuestros hijos huyeran despavoridos, sino de mostrarles, con el ejemplo significativo de nuestra propia experiencia, con gestos y palabras del día a día el sentido real de la entrega total al otro.
Porque cuando nuestros jóvenes no eligen el verdadero amor como fin es porque, muchas veces, no saben lo que se pierden. Tenemos que contárselo.
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