Nuestros hijos empiezan a pedirnos un teléfono inteligente a partir de los ocho años. Muchos padres caen en la tentación y ceden a ese deseo o exigencia. Otras veces, y para disgusto de los progenitores, es un familiar quien regala el teléfono inteligente al niño por su Comunión, a los ocho años, o por su cumpleaños. Y lo hacen sin consultar previamente si a los padres les parece bien o no.
Una vez que el niño tiene el teléfono móvil en su mano, hay que empezar a preocuparse de que no haga un mal uso de él. O si no, quitárselo directamente y explicarle que es muy pequeño para tener ese teléfono, que no lo necesita para nada porque siempre está acompañado de una persona mayor.
El problema surge cuando los chavales conocen perfectamente el manejo y las posibilidades de esta tecnología, mientras los padres no tienen ni la más remota idea.
Lo habitual es que nuestros hijos reclamen que les compremos el último modelo que ha salido al mercado, porque lo tienen sus amigos y rechazan uno con menos prestaciones. Son aparatos de última generación que nos permiten hacer casi de todo; a veces hasta hablar por teléfono, que es para lo que menos se utilizan.
Lo que muchos padres no saben es que esos smartphones tienen absolutamente de todo, igual que el ordenador que tenemos en casa o el portátil que llevamos de un sitio a otro. Ese desconocimiento es tal que pueden comprar uno de esos aparatos a su hijo de diez años y a las nueve de la noche mandarle a la cama para que no vea algunos de los muchos programas de televisión que se emiten a esas horas y que son muy poco recomendables para su edad.
El niño se va a la cama obediente y el padre se queda encantado porque tiene a su hijo a salvo de los contenidos inapropiados. El problema es que ni el padre ni la madre se enteran de lo que está pasando a su alrededor. No saben que el teléfono que han comprado al niño le permite jugar a cualquier cosa o ver cualquier programa de televisión, de casi cualquier país, en cualquier momento. Y basta que le hayan dicho que no debe ver un programa para que la curiosidad del chaval le lleve a verlo. Es ley de vida.
Los padres están encantados porque piensan que su hijo está durmiendo plácidamente cuando, en realidad, el chaval está viendo el programa que sus progenitores no quieren que vea. Todos contentos, pero ¿a qué precio?
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