Disculpad mi ausencia durante tantas semanas. Prometo que no ha sido en absoluto voluntaria. Muy al contrario, ha sido totalmente obligada. Obligada porque una mala caída en bicicleta este verano acabó con mis huesos en el hospital y una fractura muy simpática de hombro que parecer ser la habitual de los ciclistas. Así que estoy a la altura de los grandes. Me he roto el troquiter, una parte de la cabeza del húmero que no sabía ni que existiese y que me suena mucho más a pieza del motor del coche que a anatomía humana.
Resumen: inmovilización durante ocho semanas y rehabilitación hasta que mi mano consiga alcanzar la cima de mi cabeza. Y dando gracias a Dios porque no me he roto una pierna, no me he abierto el cráneo en dos ni me he partido los dientes, que encima son carísimos. Lo demás, por suerte, se cura «gratis».
En estas semanas «en el dique seco», no he podido ejercer como periodista ni como profesora en la universidad y, aunque he seguido siendo madre a tiempo completo, ya imaginaréis las enormes limitaciones que supone tener una sola mano para las tareas cotidianas. Para empezar, me he cortado el pelo modelo «oveja Dolly» porque no me podía peinar. He tenido escenas divertidísimas como el día que tuve que arrinconar una ristra de chorizo contra la esquina de la encimera para preparar un bocadillo a mis hambrientos hijos o aquel otro en el que preparé con una mano un delicioso pollo asado que luego no podía sacar del horno.
El hecho es que como Dios no da puntada sin hilo, este inesperado tropiezo en bicicleta me ha servido para darme varios baños: de humildad, de paciencia y de realismo. El de humildad es el primero. Nos ocurre a las ‘supermadres’ cuando descubrimos que, si somos verdaderamente sinceras con nosotras mismas, el mundo sigue girando aunque nosotras no participemos. Es verdad que gira un poco más lento a veces, un poco más rápido otras, un poco más torcido casi siempre, pero gira. No somos imprescindibles y eso es bueno para todos.
El segundo baño fue el de la paciencia. De esa aún me quedan varias dosis pendientes. He descubierto que todos a mi alrededor han sido muy solícitos ante cualquiera de mis peticiones, pero que su percepción del mundo -y de la urgencia de esas peticiones- no siempre es compartida. Recuerdo un día de proverbial canícula madrileña en el que pedí que alguien regase mis adoradas plantas. Y alguien contestó: «pero ni no ha hecho tanto calor». Pues eso.
El tercer baño ha sido el de realismo y está muy relacionado con los dos anteriores.
Resulta que no somos supermadres porque hagamos cosas superincreibles y superimposibles, sino porque hacemos cosas supernormales y supersencillas que son consideradas superaburridas por nuestro entorno y, por lo tanto, super-poco-deseables.
Estos meses he estado de ‘vacaciones forzosas’ de un sinfín de tareas que antes realizaba. Todas de esas supergeniales, como tender la ropa, planchar o pasar la fregona, imposibles de hacer con una mano. Ha sido tan cansado tener la mano en napoleónica postura que, aunque cueste creerlo, estoy deseando recuperar el maravilloso tacto de la cálida plancha… Qué cosas le pasan a uno. Y sé que mi familia, que se ha portado de maravilla en estas largas semanas, también está deseando mi pronta recuperación solo por amor desinteresado, nunca para deshacerse de alguna tarea que le ha «caído» en la refriega. Pero lo fundamental es que me encanta el papel que me corresponde en la vida. En el fondo, es precioso ser la «supermadre de lo cotidiano» porque lo cotidiano es lo que de verdad importa.
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