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Sonría, por favor

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¡Sonría! No busco una foto para el almanaque del año que comienza. Propóntelo como programa para todo el año. Espero que no me tomes por loco ni extravagante; suelo echar un vistazo a los telediarios de distintas cadenas y repasar, al menos, tres periódicos todos los días. No le estoy gastando una broma de mal gusto. A pesar de lo que está jarreando: ¡sonría!

¿Has hecho la prueba de marcharte con tu familia, durante tres días, a la casa rural más perdida, sin pinchar la TV ni leer un periódico? A la vuelta, comprobarás que no ha sucedido nada especial. Todo sigue igual, pero has pasado unos días en el más feliz de los mundos, sin necesidad de estar en Babia. No se trata de matar al mensajero, ni hay que echarle la culpa a los medios de comunicación y cerrar los ojos o taponarse los oídos: es que aquello que nos llega hay que colocarlo en su sitio, valorarlo y dimensionarlo.

Un millón de fotografías son eso… un montón de imágenes. La realidad es otra cosa, que no se puede confundir con la espuma que puede dejar. Ya se sabe, la espuma son burbujas y las burbujas tienen colores muy diversos. Pasar el día envuelto en esa capa cremosa, sin sacudirla, es bastante molesto.

La importancia de una sonrisa

¿A qué viene esta sugerencia en una sección dedicada a las relaciones conyugales? Muy sencillo, tenemos el derecho a ser felices sin que nadie nos amargue la existencia. Sobre todo, nuestros hijos, incluido ese que solo sabe llorar a las horas más intempestivas, tiene derecho también a aprender a reír. Hay que poner cascabeles en la casa.

¿Cuántas veces nos hemos pasado días y semanas abrumados por una avalancha de desgracias que nos iban a llegar y que nunca crecieron más que en nuestra imaginación? ¡Cuántas horas dichosas hemos perdido por culpa de nuestras malditas turbulencias desde el viento de nuestra fantasía! Para el año que comienza, os invito, queridos lectores, a ensayar un juego. Cuando pongan el llavín en la puerta de casa, colóquense una máscara de payaso. Ni su casa es un circo, ni le propongo que se convierta en un hipócrita redomado. Vamos a seguir el juego.

¿Queremos hacer un ejercicio de sensatez? Mientras estamos parados en los semáforos o atrapados en un atasco, en lugar de poner la radio para escuchar esa noticia que nos enerva, controla por un momento los nervios y ponte a pensar. ¿Por qué voy con la cabeza echando humo y los nervios como escarpias? Haz una lista de los temas que le han zarandeado durante el día hasta dejarle derrengado, y analízalos uno por uno. Es muy posible que llegue a la consecuencia de que la mayoría de ellos han golpeado en su sentimiento, hasta convertir una leve picadura de mosquito en un zarpazo de leopardo. Casi siempre, ese tropel de acontecimientos, al cabo de dos días, pasará por encima de ellos y lo que hoy parecía un tifón, no lo recuerdes ni como un ligero chubasco.

De cualquier forma, tampoco pierdas demasiado tiempo lamiéndote las posibles heridas. Hay otro entretenimiento mucho más divertido. Pálpate el cuerpo, siente la temperatura de tu piel, el ritmo de tu corazón y el ajetreo de las neuronas de tu cerebro. Piensa que eres un ser humano, una mujer o un hombre con una capacidad inmensa de pensar, de sentir, de amar, de protagonizar tu existencia despachando felicidad a las personas que le rodean. Piensa que al llegar a casa, alguien te espera y desea verte envuelto por tu presencia.


¿Has mirado los ojos y la sonrisa de esa cría de dos años cuando te ve llegar? ¿Has pensado que el otro -mujer o marido- aguarda tu proximidad para vaciar el bolso de sus pesares o alegrías? Es ahí donde vamos a aportar lo más genuino de nuestra consistencia humana.


En la mayoría de las cosas que nos atenazan y nos asfixian con su pesimismo, tenemos muy poca o nula capacidad de actuar para trasformarlas. Se trata de aparcar esos nubarrones y dedicar todas las energías dentro de las cuatro paredes de nuestro hogar, donde nuestra potencialidad no tiene límites. Es más, donde somos insustituibles. Hay que ser egoísta por una vez y pensar, ante todo, en nuestra casa como una isla paradisíaca. Si logramos construir varios millones de islas pequeñas, es posible que acumulemos un continente.

¿Qué ocurre, por qué saco hoy por este registro a las puertas del nuevo año? Porque me duele ver demasiada gente con la cara larga por «fruslerías» o por cosas de más entidad -¡te lo concedo!- pero olvidan las importantes, olvidan las palabras que escuche más de una vez a un amigo, al que la vida le había pegado duro: no ha nacido todavía el hijo de madre que me haga perder el buen humor.

Y junto a la crispación, otra carcoma aún más paralizante y negra: el aburrimiento por inoperancia. Esa enfermedad que nos anestesia primero y después nos aniquila todas las defensas, hasta convertirnos en un trapo inerte. Es lo que decía un conocido escritor: hay que atreverse a creer que no es que la vida sea aburrida, sino que los que somos aburridos somos nosotros, que nos pasamos la vida como millonarios que lloran, porque han perdido diez céntimos y olvidan el tesoro que tenemos en la bodega de nuestra condición humana.

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