Siempre se nos llena la cabeza y el corazón de múltiples propósitos, algunos puramente «materiales», como retomar el estudio de una lengua abandonada por el hastío de la falta de mejora o apuntarse a un gimnasio para perder los kilos ganados con el esfuerzo diario, y otros algo más «espirituales»: ser mejor persona, intentar corregir los defectos, potenciar las virtudes…
Todos ellos tienen como denominador común la buena voluntad, aunque la experiencia de años pasados nos demuestra que sólo con esa herramienta no es suficiente. La motivación no sólo personal sino grupal se convierte en muchas ocasiones en algo necesario para conseguir el éxito. Así, empezar a hacer deporte con un grupo de amigos, definir una meta común o acudir a la academia de inglés con tu mejor amigo, añade un plus emocional que complementa en muchas ocasiones la voluntad individual.
En los matrimonios sucede algo similar: se siembra de ilusión nuestra convivencia y nos revestimos de un optimismo a prueba de bomba; tratamos de olvidar lo malo y nos cubrimos con una túnica de positivismo. Es como si nos concediéramos una magia especial para proyectar un nuevo calendario lleno de éxitos, triunfos, buenas acciones…
Qué lástima que basten unos cuantos meses en el mejor de los casos, o sólo unas cuantas semanas para darnos cuenta de que nuestro matrimonio sigue pendiendo del mismo hilo del que pendía un par de meses atrás. Reconocida esta situación, es momento de pasar a la acción: la ayuda especializada será un plus que se sumará a nuestra voluntad individual para encontrar el modo de salir del atolladero y disfrutar de un matrimonio mejor.
La ayuda profesional nos abrirá las puertas a una nueva dimensión: la del verdadero matrimonio. Es curioso, pero desde nuestra experiencia profesional constatamos una y otra vez que la inmensa mayoría de cónyuges que acaban separándose/divorciándose no tienen una verdadera causa que lo justifique. Pero, ¿por dónde empezar? Dos viejos propósitos acuden a mi cabeza: respeto y educación. Cuánto ganaría el ser humano si estos vetustos palabros se aplicaran más a menudo en nuestras vidas. ¿Somos realmente respetuosos en nuestras relaciones interpersonales? ¿Somos educados con los demás? ¿Lo somos con nuestro cónyuge y con nuestros hijos? ¿O simplemente, el respeto y la educación se nos da por supuesto, como antaño el valor en el Ejército?
El respeto intraconyugal debe iniciarse por el respeto a uno mismo. ¿Cómo podemos ofrecer algo de lo que carecemos? Respeto a uno mismo significa cuidarnos por fuera y por dentro. Por fuera con la mejora de nuestro estilo de vida (comidas, bebidas, ejercicio físico…), y por dentro con la práctica de actividades que enriquezcan nuestro espíritu (lectura, aficiones, formación humana y espiritual…). Cultivando el respeto a uno mismo estaremos en disposición de respetar al prójimo. Y ese prójimo es el más próximo de cuantos nos rodean: nuestro cónyuge. Es decir, el respeto por mí redunda en respeto por mi cónyuge: por sus cosas, sus actividades, sus pensamientos, sus sentimientos…
Cuando nos encontramos con puntos de vista dispares, sólo desde la humildad seremos capaces de asumir que nuestras creencias no son certezas, sino una posibilidad más de una misma realidad. Qué gran virtud la humildad para vivir en el matrimonio y en la familia.
Si consiguiéramos minuto a minuto, día a día, semana a semana, mes a mes, mantener el respeto por el otro, atender sus sugerencias, comprender su punto de vista o valorar sus actos en su justa medida, quizás la posibilidad de encender la chispa de nuestro amor estaría más cerca.
Con la educación sucede un fenómeno algo distinto. Todos pensamos que somos educados con los demás. Y creo sinceramente que lo somos, pero lo somos más con aquellos que están más lejos… Nos resulta más fácil dar las gracias o pedir por favor a los desconocidos que en el ámbito del hogar. ¿Por qué? Quizás la monotonía, el declive de la ilusión, incluso el aburrimiento de la vida rutinaria hacen que en casa olvidemos los requisitos mínimos exigibles a cualquier persona en términos de educación.
Como suele decirse, «generalmente obtenemos lo que damos». Lo que más nos debe importar es quien tenemos más cerca, a quien hemos elegido para darnos y recibirnos incondicionalmente para siempre. Entonces, qué menos que cultivar la educación en nuestra casa con nuestro cónyuge e hijos para ejercer la misión socializadora de los hijos y que el hogar crezca en armonía. Es más fácil, incluso cómodo, vivir con alguien educado a tu lado que con una persona zafia y vulgar.
Estos dos sencillos propósitos tantas veces olvidados pueden hacer que nuestro día a día sea más llevadero, y a partir de ahí podremos mejorar las rencillas posiblemente ancladas en el individualismo imperante. El respeto a uno mismo para respetar al prójimo y el esfuerzo por mantener una exquisita educación con todos, pero más aún con los más cercanos, seguro que repercute en una mejora de nuestra vida conyugal y familiar. El reto es relativamente fácil. Ahora toca ponerlo en práctica.
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