No me resisto a comentar la triste noticia que nos daba la Federación de Gremios de Editores de España hace solo unos días. El 35% de los españoles nunca lee un libro. Es una cifra elevadísima, desorbitada. Una cifra terrible por cuanto supone vivir en una sociedad no analfabeta pero sí iletrada. Porque un libro siempre hace pensar, y pensamiento crítico es lo que más nos falta.
No todo es malo en el informe. Me ha sorprendido un dato muy alentador: aumenta en 11, 2 puntos, hasta el 47,2%, la cifra de las personas que lee al menos un libro a la semana. ¡Y quizá más de uno! Al menos uno a la semana son al menos 52 al año. No está nada mal para un dato que se acerca a la mitad de la población.
El resumen es que aquí pasa como con las series de la tele. Y pasa con todas las series, ya sean en versión española, como Cuéntame, Águila Roja o aquellos que amaban tanto en tiempos revueltos que varias veces cambiaron de nombre, ya en versión hispana, con las telenovelas que tanto éxito cosecharon, ya en el fenómeno norteamericano, con títulos como Perdidos, Juego de Tronos o Walking Dead.
Hay dos tipos de personas: los que están enganchados a la serie en cuestión y los que no. Aunque con alguna excepción puntual, en materia seriéfila no hay gama de grises. Los frikis de su serie se lo saben todo y esperan con ansias al siguiente capítulo, se enfadan si hay retrasos y se alimentan de internet para extrapolar un futurible. Pero el que no ha visto nunca la serie, difícilmente se sumará porque se siente fuera de ese peculiar reducto.
Con la lectura pasa lo mismo. El friki, ese casi 50% que lee al menos un libro a la semana, tuvo un comienzo y se enganchó. El otro, el 35% que no lee, está out. Así que necesitamos saber cómo se enganchó para enganchar a los desenganchados. Llegados a este punto, nada de escenas bucólicas que hacen pensar que fue ese primer libro el que nos impactó. Lo cierto es que antes de ese tuvimos que leer otros muchos poco impactantes, incluida la cartilla Palau con su desalentador juntaletras «la-eme-con-la-a* ma».
Lo que pasaba es que antes leíamos mucho, no por amor, sino por mero aburrimiento. Las opciones eran limitadas en esas largas horas de frío invierno o de soporífera siesta en verano. Como no nos quedaba otra, tragábamos con lo que nuestros muchos hermanos, primos y tíos predecesores habían dejado en la estantería. Y sí, en efecto, alguno de aquellos era el que nos impactaba y nos subía directamente al carro del 47,2% de lectores semanales.
Ahora es impensable que esto pase. La oferta de actividades disponibles para saciar el aburrimiento es tan inabarcable que es poco probable que nuestros niños, adolescentes, jóvenes y no tan jóvenes hayan podido encontrar un libro que les impactara. Parte de la culpa, qué duda cabe, es del sistema educativo. Otro día hablamos de esto porque la cosa es de delito. Pero me temo que no está en nuestras manos arreglar ese desaguisado. Y como, para colmo, está en manos de los políticos, largo me lo fían, señores.
Pero parte de la responsabilidad es nuestra, de las familias, de cómo hacemos familia y de cómo vivimos los libros en familia. Y ahí sí podemos hacer algo. Porque, revisemos un momento nuestra vida cotidiana: ¿acaso nos ven leer? ¿No hemos constreñido la lectura a esos espacios -antes de dormir, el transporte público- en los que los hijos no están? Más aún, ¿hablamos de libros en casa? ¿O al final todo gira entorno al colegio, las notas y, tal vez, la última peli de moda? Y, además, ¿hemos sabido transmitir el gusto por leer? Porque a querer leer también se aprende, sobre todo, en casa.
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