Hay una máxima política que anima a no ‘legislar en caliente’, a no cambiar las normas cuando los sentimientos se encuentran tan exaltados que pueden al peso de la razón. Pero también ha de cumplirse la máxima de que no caiga en el olvido aquello que la razón apuntó cuando los sentimientos ya se estaban sosegando.
En ocasiones, y esta es una de esas ocasiones, ocurre que no hay paz entre el dolor y la reflexión, que los casos se suceden unos a otros, que cuando aún sangra la herida de Diana Quer, la chica asesinada -y posiblemente violada- por un depravado reincidente en Galicia, aparece el cuerpo sin vida de Gabriel, el niño de Almería que nos ha tenido con el corazón en vilo y la esperanza en forma de pececito hasta hace unos días.
No debemos tolerar que esto ocurra. El motivo es sencillo: las sociedades tienen como premisa fundamental para su desarrollo proteger a sus niños. Y no los estamos protegiendo. No es que los cuerpos y fuerzas de seguridad no cumplan con su obligación. Muy al contrario: gracias a ellos ocurre mucho menos de lo que podría pasar. No puedo imaginar la frustración de ese policía al que han encomendado vigilar a un pederasta reincidente al que una legislación excesivamente garantista ha puesto en libertad y que anda merodeando frente a las puertas de los colegios a la espera de su próxima presa. Pero entre presa y presa, el sistema le da la enésima oportunidad a costa de unas víctimas para las que el final de la partida, el ‘game over’ será irreversible.
No debemos tolerar que esto ocurra. Aunque eso suponga cambiar toda la fundamentación del modelo jurídico del Viejo Continente. Aunque implique aceptar que quizá el hombre no era tan bueno por naturaleza y que no todas las cabezas están prestas a arreglarse. La pena como camino de reinserción es, sin duda, la mejor opción para una serie de delitos. Pero es simplemente aberrante para otros.
No debemos tolerar que esto ocurra. Porque en un Estado de Derecho con las suficientes garantías judiciales, es inaceptable tener que escuchar que aquel maltratador ya había atacado varias veces a su mujer antes de matarla, que el pederasta era un «viejo conocido» de la policía que ya había pasado por prisión, un mísero puñado de años, antes de atacar salvajemente a otras cinco pobres niñas, que ese asesino sin el más mínimo atisbo de arrepentimiento ya había intentado violar a su cuñada.
Todos debemos levantar nuestra protesta. Los padres con mayor ahínco. Porque de ello depende la protección de nuestros hijos.
Porque está en juego su propia libertad. Porque con semejante reguero de desgracias, acabaremos por mantenerlos a todos a tan buen recaudo -lejos de los sanguinarios, violadores y pederastas en busca de una utópica reinserción- que nuestras casas parecerán jaulas de oro en las que nuestros pobres polluelos jamás podrán volar.
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