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Ponerse en el lugar de los demás

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Había un joven que llevaba tres o cuatro minutos paseando una y otra vez por delante de la oficina y mirando al interior. Por fin -cuenta William Saroyan- entró y fue al mostrador. Spangler lo vio y salió a atenderlo. El joven sacó un revólver del bolsillo derecho del abrigo y lo sostuvo con mano temblorosa: «Déme todo el dinero. Todo el mundo está matando a todo mundo, así que no me importa matarlo a usted. Ni tampoco me importa que me maten. Estoy nervioso y no quiero problemas, así que déme todo el dinero deprisa».

Spangler abrió el cajón del dinero y sacó el dinero de diversos compartimentos. Colocó el dinero, billetes, paquetes de monedas y monedas sueltas, sobre el mostrador, delante del chico: «Te daría el dinero de todos modos, pero no porque me estés apuntando con un arma. Te lo daría porque lo necesitas. Ten. Es todo el dinero que hay. Cógelo y luego toma un tren a casa. Vuelve con los tuyos. Yo no informaré del robo. Pondré el dinero de mi bolsillo. Aquí hay unos setenta y cinco dólares».

Esperó a que el chico cogiera el dinero, pero el chico no lo tocó. «Lo digo en serio, coge el dinero y vete. Lo necesitas. No eres ningún criminal y no estás tan enfermo como para no poder curarte. Tu madre te está esperando. Este dinero es un regalo que yo le hago. Si lo coges no serás un ladrón. Tú coge el dinero, guarda ese arma y vete a casa. Tira el arma en alguna parte, así te sentirás mejor».

El joven volvió a guardarse el arma en el bolsillo del abrigo. Luego se tapó la boca con la mano temblorosa que había estado sosteniendo el arma: «Lo que tendría que hacer es pegarme un tiro». «No digas locuras -dijo Spangler, mientras juntaba todo el dinero y se lo daba al joven-, aquí está el dinero, cógelo, vete a casa y ya está. Si quieres, deja el arma aquí conmigo. Ten tu dinero. Si necesitas usar un arma para conseguir dinero, entonces es tuyo. Sé cómo te sientes porque yo me he sentido igual. Todos nos hemos sentido igual. Los cementerios y las prisiones están llenos de buenos chicos norteamericanos que han tenido mala suerte y han vivido malas épocas. No son criminales.»

El joven se sacó el arma del bolsillo y se la pasó por encima del mostrador a Spangler, que la metió en el cajón del dinero: «No sé quién es usted, pero nadie me ha hablado nunca como me ha hablado usted. No quiero el arma y no quiero el dinero, y sí, me voy a casa. Vine hasta aquí gorreando el dinero y volveré gorreando.»

«Ven aquí y siéntate», le dijo Spangler. El joven fue a la silla contigua a la mesa de Spangler. Éste se sentó sobre la mesa. El chico tenía tuberculosis. Hablaron un rato. «Nada tiene sentido para mí. No me gusta la gente. No los quiero cerca de mí. No confío en ellos. No me gusta la forma en que viven ni la forman en que hablan ni las cosas en las que creen ni la forma en que se empujan los unos a los otros. Simplemente estoy cansado y harto y asqueado. No me interesa nada. No puedo darle las gracias lo bastante por lo que ha hecho usted y por la clase de ser humano que es usted, pero tengo que decirle que si usted me hubiera sido hostil le habría pegado un tiro. No he entrado aquí armado en busca de dinero. He entrado aquí con un arma para averiguar si usted era un hombre decente de verdad. Durante mucho tiempo he despreciado a todo el mundo, y de pronto, a miles de kilómetros de casa, en una ciudad extraña, he encontrado a un hombre decente. No me lo podía creer. Tenía que averiguarlo. Quería que fuera cierto, porque llevo años diciéndome: Quiero conocer a un solo hombre no corrompido por el mundo para poder estar yo también no corrompido, y así poder vivir y creer. No estaba seguro la primera vez que nos vimos pero ahora sí. No quiero nada más de usted. Ya me ha dado todo lo que quiero. No me puede dar nada más».

Este breve relato habla por sí solo de la importancia de saber tratar a la gente. De cómo podemos ser una oportunidad para quien parece no merecerla. De que muchos hombres tienen unas razones misteriosas que le empujan a obrar de una manera equivocada, pero pueden cambiar.

Siempre es mejor no hacer juicios precipitados, descubrir lo que realmente el otro necesita, ponernos en su lugar, situarnos dentro de sus sentimientos. Así seremos más justos.

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