Es ridículo tratar de fingir que lo que nos está ocurriendo es bueno. No. No lo es. Hay dolor y hay sufrimiento. Nos lo cuentan las familias que no se han podido despedir de ese ser querido.
Nos lo cuentan los sanitarios que se desviven por acompañarlos hasta el último aliento. Nos lo cuentan los sacerdotes que se juegan el tipo por darles el alivio espiritual que necesitan entre cables, tubos y bombonas de oxígeno. Nos lo cuentan los capellanes que han despedido alma tras alma en una inagotable procesión de féretros. Esta pandemia es dolor.
Pero en el dolor estamos aprendiendo a ser mejores porque es muchas veces el dolor el que nos hace crecer, rápido, fuerte, con conciencia de la vida que bulle a nuestro alrededor y de la que se escapa en las UCI abarrotadas de nuestros hospitales.
Estamos aprendiendo a ser generosos y agradecidos, a amar más a los que tenemos cerca, a centrarnos en la familia, a dedicar más tiempo a rezar, a ponernos en la piel del otro, a gestionar mejor nuestras necesidades, a depender menos de lo exterior, a querer en la distancia…
Son los frutos inesperados, los efectos secundarios deseados de un sufrimiento no deseado. Y están transformando nuestros hogares sin que nos demos cuenta, entre los aplausos de las ocho y la desesperación de las seis, entre la incertidumbre de los sábados y el agobio de los miércoles, entre las clases online de las mañanas y los juegos de mesa de las tardes. A fuerza de estar confinados, hemos descubierto todo lo que se escondía de puertas adentro.
Son tiempos recios, tiempos de dificultad, tiempos de enfermedad, tiempos de cinturón apretado más allá del último de sus agujeros, tiempos de soledad, de abatimiento, de desgana, tiempos de miedo. Pero somos capaces de transformarlos de tal modo que, sin perder la perspectiva del sufrimiento, recuperemos la verdad más importante en nuestra vida: que el amor todo lo puede y eso es lo que se vive entre las cuatro paredes de cada casa. De lo peor, sacamos lo mejor.
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